A trescientos cincuenta kilómetros por hora, le pareció que estaba logrando la máxima velocidad en vuelo horizontal. A cuatrocientos diez, pensó que estaba volando al tope de su velocidad, y se sintió ligeramente desilusionado… En el cielo, pensó, no debería haber limitaciones.
Esas fueron sus últimas reflexiones. Con el colocón que llevaba, de niveles estratosféricos, el golpetazo que se metió… ya os lo podéis imaginar. El parapente quedó destrozado y él salió disparado como un cohete sin rumbo. Ya no recuerdo si se llamaba Juan Salvador o Juan Antonio, qué más da. Un auténtico descerebrado.
El susodicho, el insensato, el velocista se fue para siempre. Era un tipo que conocí por Internet. La verdad, no parecía tan tonto. Su filosofía desquiciada y supersónica tenía algo de atrevida, lo reconozco. Pero, al final, el delirio le cobró caro, y de forma estrepitosa.
Ese Juan-algo se me ha aparecido en una sesión de ouija y quiere que interceda por él ante San Pedro, porque su ilusión es crear un grupo de caída libre en el cielo. Como pude, le expliqué que, aunque voy a misa los domingos, no tengo enchufe con los santos.
Con la dificultad que entraña un vaso que se mueve solo, le transmití que no era el momento adecuado para hacer tal solicitud, ya que el Papa Francisco había fallecido y el guardián celestial andaba muy ocupado organizando el Cónclave, para que el Sacro Colegio de Cardenales pudiera sentir la presencia del Espíritu Santo y elegir al nuevo Papa.
El colgado internauta no se ha dado por enterado y sigue insistiendo con su demanda deportiva. Ya me tiene absolutamente harta. Le he dejado claro que no es más que un personaje secundario que aparece en el primer párrafo —un guiño a la famosa gaviota de Richard Bach—, que me deje en paz y que, sinceramente, no sé si el cielo existe.
Pero esta mañana, no podía dar crédito a lo que escuchaba. Me quedé completamente perpleja cuando, en su primera homilía, el nuevo Papa León XIV pidió una "paz auténtica, justa y duradera en Ucrania, un alto el fuego inmediato en Gaza, con asistencia humanitaria y liberación de rehenes”. Y, por si fuera poco, anunció su deseo de congraciarse con aquellos que, por su fe y buena conducta, ya se encuentran en el paraíso, proponiendo, nada menos, que formar un club de paracaidismo.
Texto seleccionado para el número 61 de la revista Speculum (Club de Letras de la UCA)
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