Ella no sabía que a las seis de la tarde se enamoraría, por eso a las cinco salió de su casa para estirar la cabeza y las piernas. Cuando llevaba seis mil pasos y como premio a su vilipendiado cuerpo, maltrecho por los kilos y la vida, decidió entrar en una cafetería y zamparse un trozo de tarta y un café con leche. El local estaba abarrotado de niños merendando, abuelos que hacían de canguro y perros domesticados que hacían de niños. Todos felices, excepto ella que no divisaba un lugar discreto donde cometer su pecado gastronómico. Sonreía ingenua cuando, sin pretenderlo, se tropezó con un hombre interesante, de mirada enigmática. No muy alto y nada guapo, pero, al menos a ella, debido a la indigencia emocional por la que atravesaba, le resultaba atractivo. Él resuelto, le propuso compartir la única mesa que quedaba libre y ella no se negó. Resultaba una pareja de buen ver. Sumarían entre los dos unos setenta años. El camarero, hasta ahora ausente en la trama, tomó la inicia