Los Figueroa de la Cruz, Marqueses de la Balconada y mis padres, para más señas, son una pareja de alto standing, ricos en patrimonio, inteligencia y blasones. De forma natural, han seleccionado su especie durante generaciones. De aspecto escandinavo, pero oriundos de Cáceres —ellos y los Borbones, muy a mi pesar, elevan las estadísticas de la altura media nacional—. Son amantes de la música, el arte y los idiomas. Brillan por su físico y su intelecto. Ahora bien, debo comentar, aunque solo sea de pasada, que también son arrogantes, engreídos y altaneros, amén de ultraconservadores. Un primor de progenitores.
Quizás por ser el único hijo —y, por tanto, primogénito de la familia—, quizás por compartir como morada la misma casa palacio, quizás por vivir en primera persona el grado cero de empatía de mis ascendientes, o quizás por todo ello, siento la necesidad de relatar mi vida.
Según me cuentan, cuando nací, mis congéneres se quedaron perplejos y estupefactos. ¡Oh, Dios mío! —exclamaban atónitos— ¡qué moreno!, ¡qué cabeza!, ¡qué cetrino!, ¡qué pequeño! Para romper el hielo, mi tía Asunción de la Cruz López-Aguirre, murmuró: “No preocuparos, hasta la duquesa de Alba tuvo un hijo poco agraciado, rechoncho y de color un tanto aceitunado”. No me parecía a ningún miembro de mi ilustre estirpe, pero ellos, con lo preparados que están, deberían saber que la herencia genética puede producir resultados inesperados, a menudo sorprendentes.
Me pusieron de nombre Casto, seguramente para que fuera inmaculado y puro y no se me ocurriera tener descendencia. A la edad legal estipulada, me escolarizaron en el convento de San Pío X. Por mi aspecto físico— de persona vulnerable y de clase humilde—, la burla de mis brillantes, varoniles y escogidos compañeros, fue inmediata y generalizada. Todo empeoró cuando, a los doce años y durante un recreo, por lo visto, miré con deseo a Pablito, nada menos que heredero del ducado de Medinaceli.
Director, profesores, compañeros y hasta las limpiadoras del colegio me rechazaron por mariquita, según decían. Yo aún no sabía lo que eso significaba.
Desde entonces vivo encerrado. Toda mi familia me oculta y se siente avergonzada. Por unanimidad, optaron por recluirme en el palacio y recomendaron mi educación a tutores de reconocido currículum.
¿Qué hacemos con este hijo? —se preguntaban, llorando por los rincones—. La respuesta vino de uno de sus múltiples confesores: terapias de conversión. Hipnosis, castigos, oración, exorcismo y hasta descargas eléctricas, todo con el firme propósito de “curar mi desviación sexual”.
Obviamente, ningún tratamiento dio resultado. Por lo visto, me consideran discapacitado solo por ser homosexual y feo. Vaya fundamento científico.
Mañana cumplo dieciocho años. Mi vida en soledad ha sido triste y quiero acabar con ella. El domingo próximo, cuando mis progenitores acudan a recibir —lo que ellos llaman— el cuerpo de Cristo, yo pondré fin a esta existencia sin sentido. Esperando el día fijado, hice el último intento de sentir, de ser feliz y ... me abrí una cuenta en Grindr. A los pocos minutos, recibí un mensaje de un tal Pablote_92: foto de perfil con corona, abdominales de gimnasio y ubicación sospechosamente cercana.
—¿Casto? ¿Eres tú? Siempre supe que me mirabas distinto en San Pío. Qué bien te han sentado los electroshocks.
Quince minutos después, compartíamos un gin-tonic. Esa misma noche, perdí mis miedos y también la virginidad.
Y así fue como el hijo gay, bajito y moreno—ese “discapacitado”, según todos— acabó con el aristocrático linaje de los Marqueses de la Balconada… y empezó a vivir.
Dedicado al obispo emérito de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla, por las perlas que suelta en sus sermones.
23/06/2025
Estupendo relato!!!👌👌👌👌
ResponderEliminarQué bueno, Yayo. La dedicatoria me encanta, aquí sufrimos a "monseñor", se metía en todo donde no lo llamaban ni tenía autoridad moral.
ResponderEliminarQue bueno 👍....me ha encantado...
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