En un estudio empírico y científico realizado, a puro cálculo visual, entre los asistentes a un concierto, llegué al siguiente postulado inapelable: solo un 5% de la población es privilegiada en altura, rasgos o peso. Pues bien, puedo asegurar, sin margen de error, que él no pertenecía a esa exclusiva minoría. No.
Él era feo, pero no un feo común, sino un feo con historia, con kilómetros recorridos. Avejentado para su edad y visiblemente estropeado por los excesos y la mala vida. Debo admitir, con cierto bochorno, que no era solo feo, sino también desagradable. Olía a tabaco, a cerveza y a varios días sin ducha.
Una pena, de verdad.
Entonces, ¿qué me motivó a propiciar ese encuentro fortuito? En el fondo, creo que para conocer la verdadera razón habría que hacer otro estudio, aunque esta vez no tan científico, sino uno que indagara en la gran incógnita de la humanidad: ¿por qué hacemos cosas que claramente nos perjudican?
En mi caso, quizás fue la pereza, la comodidad de dejarse llevar por lo que ocurre en lugar de tomar las riendas. O quizás la soledad, esa vocecita que te dice que cualquier compañía es mejor que la nada. O simplemente el deseo de conocer a alguien distinto, alguien fuera de mi burbuja. Yo qué sé.
Sea como fuere, allí estaba yo, enfrentando las consecuencias de mi decisión. Y él, con su aliento a resaca eterna, parecía completamente ajeno a lo que se le avecinaba.
En cuanto me acerqué, entabló conversación. Era un hombre con habilidades sociales, sin duda. Me contó que se dedicaba a escribir por encargo, como las paellas de los chiringuitos de playa. Ahora creo que, en realidad, su verdadera vocación era algo más… conceptual. Digamos que su especialidad era el arte del Nininini: ni estudiaba, ni trabajaba, ni quería, ni lo intentaba. Un filósofo de la inactividad. Un canalla. Un personaje.
En el segundo bis del cantante de moda, nuestras miradas se acariciaron y compartimos un Jack Daniel’s y salimos del concierto y, bajo la primera farola que nos encontramos, su voz ronca y desgarrada me penetró y después subimos a su Harley-Davidson y nos dirigimos hacia el mar para darnos un baño liberador y… y no.
Me cansé de ser la narradora protagonista omnisciente o como se llame. Hasta aquí llegué.
Me acabo de inventar el porcentaje de guapos. También me acabo de inventar que fui a un concierto. Y que ligué con un rockero ochentero en pleno declive.
Cierro el portátil. Salgo a la calle a caminar, a respirar la vida. Imaginar emociona, pero escribir agota.
Yayo Gómez
23/02/2025
Yayo, peasho relato, me ha gustado un montón, de los que más
ResponderEliminarBuen relato. Me ha encantado el final con el cantante...
ResponderEliminar👏👏👏 un nuevo quiebro para arrancarnos una sonrisa además de un pellizco como sueles hacer.
ResponderEliminarGracias y Felicidades
Final inesperado, que da justo esa sensación de que escribir puede cansar. Un salto curioso. 😉
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