Mi vida es un infierno. Hay personas como Chavela
Vargas, en su desgarradora versión, que repiten acciones, ella “volvía y volvía
a sus brazos otra vez”, o Miliki con su “así planchaba, así, así”. Pues mi
mente sigue esa tónica, mi mente abarca toda una gama de repeticiones y
comprobaciones: cuento y recuento escalones, lavo y relavo manos, ordeno y
reordeno, miro y remiro, cierro y recierro botes y un sinfín de
cosas que hacen que mi vida sea un desbarajuste continuo.
Creo que empezaré por el principio. Me llamo Ana
Selles y, como ocurre casi siempre, tanto mi padre como mi abuelo también se
apellidan Selles, pero ambos tienen por nombre Otto y, aunque suene un poco a
guasa, los dos son argentinos y psicólogos. Yo, soy cordobesa y, fiel a la
tradición familiar, soy Psicóloga Clínica. Los tres tenemos en común varios
aspectos vitales. Aparte del ADN, los tres somos digamos que inusuales, quisquillosos
y maniáticos en extremo.
No tenemos culpa que, desde el momento de nuestro
nacimiento, nos encasquetaran nombre y apellido palíndromos. Ese detalle, en
principio poco importante, puede marcar la vida. Y ahora viene lo
característico: nací el 08/11/80 a las 8:08 p.m., mido 1.71 cm, peso 66 kg y
vivo en la calle Rodador número 44, 4º piso.
Físicamente soy de raza blanca, pelo corto teñido
de rubio y ojos castaños. Mi cara es alargada y mi nariz generosa. Tengo
dientes grandes y brazos flacos. Soy fría pero no despectiva. En definitiva, me
veo asimétrica, desproporcionada y antiestética.
Pero mi mente no es tan fácil de describir. Estoy
siempre un poco atribulada, para que se me entienda haré un símil con unas
cajitas de caramelos, mientras que en la mente de casi todos esos caramelos TIC TAC están dentro del recipiente
sin un orden aparente. Yo lo concibo todo organizado. El control generalizado
refleja el esqueleto de mi mente
TOC. Si no me rodeo de simetría y orden, mi mente no se ilumina, es más,
se va difuminando. Con todo lo anterior, creo que podréis sentir cierta empatía
por mis múltiples obsesiones cotidianas.
Desde pequeña fui consciente de que había en mí
algo diferente, que yo no funcionaba como los demás bebés. Cuando mi madre me
daba los biberones cada tres horas, se producía en mí una catarsis si se
demoraba solo dos minutos, pero también, y de ahí lo inusual de mi conducta, si
se adelantaba. Tenía que coincidir tres horas exactas de reloj, tuviera o no
tuviera hambre, eso era lo de menos. Mi cuerpo me pedía un control estricto del
tiempo y del espacio. ¿Por qué esa madre mía no se sentaba tranquilamente en el
mismo sillón y cada tres horas exactas de reloj, me alimentaba? Ella, en
cambio, instintivamente me cogía en brazos colocándome sobre su cadera
izquierda y, entre risas, preparaba el biberón y se sentaba en cualquier lugar
de la casa a dármelo. Yo me ponía de los nervios y ella tranquila como una
siesta en verano.
Terminaba la toma, procedía cambio de pañal. Así que,
me enervaba en extremo, si sonaba el teléfono, porque mi madre cambiaba de
planes y, sin dudarlo, contestaba al auricular, dejándome temporalmente
abandonada a mi suerte encima del cambiador. Estaba deseando
cumplir al menos dos años para no depender tanto de familiares cercanos y
lavarme y relavarme ese culo que aún no controlaba esfínteres.
Tenía ya 12 meses y no gateaba, mi padre estaba tan
preocupado que me llevó al pediatra, pensando que tendría algún problema en la
columna. Ilusa él, yo no gateaba porque no quería ensuciarme. Yo me sentaba sin
apoyo y mantenía mi cabeza erguida, pero eso de tirarme al suelo a cuatro
patas, arrastrándome y, por ende, llevándome todos los gérmenes que hubiera en
el pavimento, eso, no iba conmigo. Para que picara, me colocaban mis juguetes
preferidos a cierta distancia, pero yo ni me inmutaba y fingía llorar para que
no pensaran que no tenía emociones. Ya lo tenía claro, de sentada, pasaría a
andar sin pasar por el martirio de deslizar nalgas y barriguita con ayuda de
las piernas.
Con 20 meses pensé que ya podía levantarme y echar a
andar, pero no me fue nada fácil. Di mis primeros pasos de puntilla y sin pisar
las rayas del suelo, con lo cual era un numerito verme. Como no quería caerme
al sucio suelo lloraba y lloraba para que alguien de mi familia me ayudara y me
cogiera de los brazos. Poco a poco fue apoyando la planta del pie, pero la
obsesión por no pisar las juntas de las baldosas del suelo, duró toda mi vida
de TOC.
Por fin a
los 2 años y medio, ya casi me lavaba, comía y caminaba sola…
¡Lo había
conseguido!
Mi infancia también fue una locura. En mi colegio
todos los compañeros hablaban a la vez y el tono general iba subiendo y
subiendo. Yo sufría en silencio, contando las veces que cada uno se levantaba
del pupitre o llevando un suma y sigue de las coletillas que D. Manuel
iba soltando a lo largo de la mañana, expresiones cómo: ¿Me entendéis? ¿Queda
claro? “Miguelito, siéntate”.
Terminando la Secundaria, mis obsesiones ya me
impedían hacer una vida normal. En una ocasión, tenía al día siguiente un
examen final de Matemáticas, me acosté pronto para que mi mente estuviera todo
lo relajada que pudiera conseguir, pero no, aún no me había dormido y a las 12
de la noche, sin saber por qué, empecé a contar secuencias de 1 a 10, sentía
ansiedad porque no podía parar de contar, quería llegar a 50, porque era un
número redondo, con 6 submúltiplos y mitad de 100.
¿Cuántas llevaba ya? ¿10 ó 12 secuencias? No estoy
segura, empezaré de nuevo, me he equivocado, he fallado en alguna serie.
Mientras tanto todos estaban durmiendo, eran las 3 de
la mañana y los números en mi cabeza se agolpaban, se amontonaban. Y para
rematar, sin saber cómo, mi mente había llegado a una conclusión: “si no
consigo completar las secuencias, mi suerte se verá afectada, suspenderé mi
examen”. Ni que decir tiene que no dormí en toda la noche y suspendí el examen.
Mis primeras sesiones de psicólogos empezaron por
aquel entonces. Desde el Psicoanálisis y la terapia Gestalt, he pasado por
todas. Yo hablaba y ellos escribían hasta el último detalle. ¡Qué aburrimiento!
Algunas veces hasta me inventaba anécdotas para que fuera más divertida la
sesión y, paradójicamente, ellos ni lo notaban.
En el Bachillerato, la cosa fue tomando otro matiz,
porque mis compañeros me descubrieron un día en los aseos secándome las manos
para, a continuación, lavármelas otra vez, y cuando me preguntaron por qué
hacía eso, no se me ocurrió otra cosa que responderles que me las volvía a
lavar porque se me ensuciaron cuando me las sequé. Un desastre, ese comentario
sobraba. Tenía que controlar la información sobre mi mente para que la gente no
se riera de mí. A partir de entonces me apodaron “Ana, la kleenex”.
Es lógico que, con todo lo anterior, me decidiera
a estudiar el Grado en Psicología, para especializarme en Psicología de la
Salud. Quería profundizar en el conocimiento de la mente y pero sin recetar
tranquilizantes o estimuladores de serotonina. La carrera me sonó desde el
principio, por las interminables horas que yo llevaba de sesiones variadas y
somnolientas. Tenía claro que lo primero que haría el terminar mi grado sería
un diagnóstico veraz de mi patología e intentaría curarme con autosesiones.
Durante mi carrera universitaria y en un parque
cercano a la facultad, encontré a Daniel y me enamoré de él. Cuando le vi,
sentado en la hierba y mirando fijamente al infinito, pensé: “Qué cara más
estándar tiene, la anchura debe andar por 135 mm. y la longitud de su nariz en
torno a 50 mm.” “me gusta”.
Daniel, brillante estudiante de Informática y un
poco o un mucho Asperger, era un hombre de todo o nada, de blanco o negro, de
bien o mal, pero nunca neutro y con una larga lista de fobias y manías, como
memorizar las estadísticas deportivas o coleccionar objetos. Todo esto unido a
mis múltiples obsesiones, nos hacía una pareja sumamente singular.
Para evitar problemas sociales, nos marcamos unas
conductas con sus instrucciones a seguir, unas reglas y unas respuestas que
fueran oportunas, como hacen los políticos en sus discursos. Nada lo podíamos
dejar al azar porque nuestras mentes nos delatarían y no queríamos ser
excluidos de la sociedad. Nuestra intención era integrarnos.
Yo por ejemplo, estaba contando las veces que parpadeaba mi amiga, a la vez que le respondía que me gustaba cómo iba vestida.O Daniel, cuando, sin previo aviso, cambiaron la distribución de los ordenadores en su clase de Robótica y al entrar en el aula y ver la diferente ubicación de los aparatos, su mente se aturdió en extremo, pero disimuló y simulando mucho interés su mirada no se despegó del monitor.
Yo por ejemplo, estaba contando las veces que parpadeaba mi amiga, a la vez que le respondía que me gustaba cómo iba vestida.O Daniel, cuando, sin previo aviso, cambiaron la distribución de los ordenadores en su clase de Robótica y al entrar en el aula y ver la diferente ubicación de los aparatos, su mente se aturdió en extremo, pero disimuló y simulando mucho interés su mirada no se despegó del monitor.
Había que vernos en la intimidad, él aleteando
sus manos compulsivamente y yo contando las veces que lo hacía por minuto. Al
principio de nuestra relación, le tenía que pedir casi permiso si quería
abrazarle, tomarle de la mano o besarle, pero una vez que se familiarizó conmigo,
vivíamos nuestro amor con una pasión absoluta, desmesurada, al margen incluso
del otro. En esos breves momentos a los dos se nos olvidaba nuestros síndromes
y dábamos rienda suelta a los instintos.
Un año duró nuestra relación, fue acabar nuestras
carreras e irnos cada uno para un extremo de España. Quizás lo mejor que nos
pudo pasar, nos seguimos llamando por teléfono, rigurosamente, cada seis meses
y a la misma hora.
Aunque ya lo intuía desde la época de los
biberones, al poco tiempo de mi graduación, me autodiagnostiqué Trastorno
Obsesivo-Compulsivo. Cuando me presento ya, de entrada, digo que me llamo Ana
TOC y así voy adelantando explicaciones. Sigo en tratamiento y creo que estoy
mejor, incluso ayer fui a una agencia para alquilar un piso y emanciparme; pero
esa, esa es otra historia.
21/01/2020
Finalista al concurs PREMIS LITERARIS
CONSTANTÍ (TARRAGONA) 2019 de “Relats d’escola”
El
premi consisteix, a banda del reconeixement del valor de la cosa
escrita, en la publicació en un llibre. En aquesta edició, han
participat 368 treballs (d’adults,
júniors, joves i infants), i publiquem 86.
Me quedo con ganas de saber más de Ana
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