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20. “No lo abandones, él no lo haría”



Soy urbanita y me encanta pasear por mi ciudad, pero tengo una peculiaridad: siempre voy mirando hacia arriba; me obsesionan los bloques de pisos y sus fachadas. Voy fijándome machaconamente en los letreros de “se vende” o “se alquila” y haciendo números en mi cabeza. De noche, con las luces encendidas, percibo mucho mejor lo que ocurre dentro de las viviendas; puedo imaginar las vidas ajenas, sus historias, sus presupuestos, sus gustos y hasta lo que tienen para cenar.

En fin, el caso es que en estas y otras consideraciones andaba yo enfrascada, dando mi caminata diaria, cuando pasó lo que tenía que pasar. Sentí como mi pie izquierdo pisaba algo de la
consistencia del merengue y se hundía en aquella cosa sin que mi cerebro tuviese tiempo de dictarle a mi pie una orden de retirada. Entreabrí un ojo y me obligué a mirar para abajo. Allí estaba mi pie,  metidito en una caca de perro bien alimentado. 
Alguien pasó por mi lado y en mi estado de shock escuché que me decía: ¡Tranquila, que pisar una mierda trae suerte! Supongo que lo dijo para animarme, y recordé entonces que los actores de teatro se desean mutuamente suerte antes de los estrenos con la expresión: “mucha mierda”.  Por mí como si las pisan todas, pensé.
Poco a poco levanté la vista y de inmediato supe lo que es la popularidad. Todo el mundo me miraba con una sonrisa lastimera. No me quedaba otra opción que echar a andar de nuevo oyendo ese “chof, chof” cada vez que mi pie izquierdo tocaba el suelo y deseando desesperadamente encontrar un recodo tras el que desaparecer. Me propuse no volverme a fijar en las fachadas; no mirar para arriba ni aunque me hallase delante del mismísimo Taj Mahal.
En cuanto doblé la primera esquina que tuve a mano tomé conciencia de que a partir de entonces, aunque nadie me mirase los pies, revelaría mi posición por el olor. Intenté limpiarme como pude restregando las suelas contra la tierra que había en un jardincillo cercano, pensando, para aliviar mi sentimiento de culpa, que al fin y al cabo lo estaba abonando. A partir de aquí la cosa se puso verdaderamente seria porque como la caca dichosa me había salpicado incluso las medias, para una vez que me había puesto falda, decidí que iba a deshacerme de los zapatos y las medias a la mínima oportunidad. Busqué un sitio escondido, en un solar en obras abandonado, para quitarme todo lo que olía mal, pero resbalé con un saco de cemento mientras hacía malabarismos para sacarme los “pantis” y me caí con tan mala fortuna que me golpeé la cabeza con algo contundente, quedando inconsciente, echada en el suelo boca arriba, descalza y con las medias a medio quitar.
Al verme en esa postura, un señor que pasaba casualmente por allí, decidió ayudarme, y estaba echándome aire con un cartón que había encontrado cuando un policía nos sorprendió, pensó que estaba haciendo otra cosa, y, que encima, había utilizado la violencia. El caso es que le costó convencerlo de la verdad.
—Habrá que aumentar la dosis de Tranquilil concentrado, ¡está delirando!
—¿Cómo lo sabes?- preguntó sin dejar de prestar atención al tráfico el conductor de la ambulancia.
 —Hace un momento decía no sé qué de un piso en venta, -contestó a gritos el enfermero para que el otro le oyese por encima del ruido de la sirena.
El conductor valoró un momento la respuesta de su compañero antes de responder:
—A lo mejor trabaja en una inmobiliaria.
A mí me dieron ganas de levantarme de la camilla y decirle al enfermero que no andaba desencaminado, que tengo fijación el rollo inmobiliario, -que de aquellos polvos vinieron estos lodos-, y que por mirar fachadas me encontraba en aquella ambulancia ululante, corriendo por mi ciudad a toda velocidad. Pero está de más decir que no pude levantarme.
Cuando desperté, me sorprendí postrada en una cama de hospital. Preferí permanecer con los ojos cerrados, para poder percibir mejor lo que ocurría a mí alrededor, y seguir con mis elucubraciones inmobiliarias. Aprovechando que no había nadie en mi habitación, deslicé mi mirada hacia la ventada y, lo que me temía, me habían llevado al hospital situado en plena avenida principal. ¡Con lo allí que vale el m2! ¿Por qué no construyeron este espanto hospitalario en una zona menos cotizada?
Pero, a todo esto, ¿Yo qué hago aquí? ¿Qué ha pasado? ¡Horror, qué dolor de cabeza! No soy capaz de recordar nada. El doctor que pasó consulta, con la mezcla de amabilidad y frialdad que caracteriza las tendencias sanitarias actuales, no me miró fijamente en ningún momento, porque estaba muy atareado escribiendo lo poco que yo decía en su ordenador, pero así y todo dijo que, como no recordaba nada, pues que padecía “amnesia” y que ésta podía estar producida por motivos diversos. ¡Qué diagnóstico más fundamentado!, -pensé-.
Mientras le escuchaba atentamente, reparé en un póster que colgaba de la pared con la foto de un perro en una carretera y una frase que decía: “No lo abandones, él no lo haría”.
Algo se movió en mi interior, al ver al perro sentí como una punzada en la cabeza, pero ni me dio tiempo a comentarlo porque el médico, quitando importancia a lo sucedido, garabateó el alta y mandó pasar al siguiente paciente.
Llegué a la habitación y procedí a vestirme. Paradójicamente a mis familiares, que tenían su memoria intacta, se les había olvidado llevar ropa limpia para que por fin pudiera retornar a casa. No tuve otro remedio que recurrir al atuendo que traía cuando me ingresaron y que alguien guardó en el armario. Todo iba bien hasta que abrí una bolsa de plástico muy bien anudada. Dentro estaban… ¡los zapatos! Y, aunque ya estaban secos, el olor quizás era aún más nauseabundo.
Con una fuerza sobrehumana y liberadora, saqué los zapatos de la bolsa y los tiré por la ventana, con la mala suerte de que le dieron en el cogote a un chico calvo, que pasaba por la calle, pero eso, es otra historia. 

31/01/19





Comentarios

  1. Prevalece ese recorrido de la protagonista cargado de matices que vas añadiendo, con una observación constante del entorno. Atrapa.

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