Soy urbanita y me
encanta pasear por mi ciudad, pero tengo una peculiaridad: siempre voy mirando
hacia arriba; me obsesionan los bloques de pisos y sus fachadas. Voy fijándome
machaconamente en los letreros de “se vende” o “se alquila” y haciendo números
en mi cabeza. De noche, con las luces encendidas, percibo mucho mejor lo que
ocurre dentro de las viviendas; puedo imaginar las vidas ajenas, sus historias,
sus presupuestos, sus gustos y hasta lo que tienen para cenar.
consistencia del merengue y se hundía en aquella cosa sin que mi cerebro tuviese tiempo de dictarle a mi pie una orden de retirada. Entreabrí un ojo y me obligué a mirar para abajo. Allí estaba mi pie, metidito en una caca de perro bien alimentado.
Alguien pasó por mi
lado y en mi estado de shock escuché que me decía: ¡Tranquila, que pisar una
mierda trae suerte! Supongo que lo dijo para animarme, y recordé entonces que
los actores de teatro se desean mutuamente suerte antes de los estrenos con la
expresión: “mucha mierda”. Por mí como
si las pisan todas, pensé.
Poco a poco levanté
la vista y de inmediato supe lo que es la popularidad. Todo el mundo me miraba
con una sonrisa lastimera. No me quedaba otra opción que echar a andar de nuevo
oyendo ese “chof, chof” cada vez que mi pie izquierdo tocaba el suelo y
deseando desesperadamente encontrar un recodo tras el que desaparecer. Me
propuse no volverme a fijar en las fachadas; no mirar para arriba ni aunque me
hallase delante del mismísimo Taj Mahal.
En cuanto doblé la
primera esquina que tuve a mano tomé conciencia de que a partir de entonces,
aunque nadie me mirase los pies, revelaría mi posición por el olor. Intenté
limpiarme como pude restregando las suelas contra la tierra que había en un jardincillo
cercano, pensando, para aliviar mi sentimiento de culpa, que al fin y al cabo
lo estaba abonando. A partir de aquí la cosa se puso verdaderamente seria
porque como la caca dichosa me había salpicado incluso las medias, para una vez
que me había puesto falda, decidí que iba a deshacerme de los zapatos y las
medias a la mínima oportunidad. Busqué un sitio escondido, en un solar en obras
abandonado, para quitarme todo lo que olía mal, pero resbalé con un saco de
cemento mientras hacía malabarismos para sacarme los “pantis” y me caí con tan
mala fortuna que me golpeé la cabeza con algo contundente, quedando
inconsciente, echada en el suelo boca arriba, descalza y con las medias a medio
quitar.
Al verme en esa
postura, un señor que pasaba casualmente por allí, decidió ayudarme, y estaba
echándome aire con un cartón que había encontrado cuando un policía nos
sorprendió, pensó que estaba haciendo otra cosa, y, que encima, había utilizado
la violencia. El caso es que le costó convencerlo de la verdad.
—Habrá que aumentar
la dosis de Tranquilil concentrado, ¡está delirando!
—¿Cómo lo sabes?-
preguntó sin dejar de prestar atención al tráfico el conductor de la
ambulancia.
—Hace un momento decía no sé qué de un piso en
venta, -contestó a gritos el enfermero para que el otro le oyese por encima del
ruido de la sirena.
El conductor valoró
un momento la respuesta de su compañero antes de responder:
—A lo mejor trabaja
en una inmobiliaria.
A mí me dieron ganas de levantarme de la camilla y decirle al enfermero que
no andaba desencaminado, que tengo fijación el rollo inmobiliario, -que de
aquellos polvos vinieron estos lodos-, y que por mirar fachadas me encontraba
en aquella ambulancia ululante, corriendo por mi ciudad a toda velocidad. Pero
está de más decir que no pude levantarme.
Cuando desperté, me
sorprendí postrada en una cama de hospital. Preferí permanecer con los ojos
cerrados, para poder percibir mejor lo que ocurría a mí alrededor, y seguir con
mis elucubraciones inmobiliarias. Aprovechando que no había nadie en mi
habitación, deslicé mi mirada hacia la ventada y, lo que me temía, me habían
llevado al hospital situado en plena avenida principal. ¡Con lo allí que vale
el m2! ¿Por qué no construyeron este espanto hospitalario en una
zona menos cotizada?
Pero, a todo esto,
¿Yo qué hago aquí? ¿Qué ha pasado? ¡Horror, qué dolor de cabeza! No soy capaz
de recordar nada. El doctor que pasó consulta, con la mezcla de amabilidad y
frialdad que caracteriza las tendencias sanitarias actuales, no me miró
fijamente en ningún momento, porque estaba muy atareado escribiendo lo poco que
yo decía en su ordenador, pero así y todo dijo que, como no recordaba nada,
pues que padecía “amnesia” y que ésta podía estar producida por motivos
diversos. ¡Qué diagnóstico más fundamentado!, -pensé-.
Mientras le
escuchaba atentamente, reparé en un póster que colgaba de la pared con la foto
de un perro en una carretera y una frase que decía: “No lo abandones, él no lo
haría”.
Algo se movió en mi
interior, al ver al perro sentí como una punzada en la cabeza, pero ni me dio
tiempo a comentarlo porque el médico, quitando importancia a lo sucedido,
garabateó el alta y mandó pasar al siguiente paciente.
Llegué a la
habitación y procedí a vestirme. Paradójicamente a mis familiares, que tenían
su memoria intacta, se les había olvidado llevar ropa limpia para que por fin
pudiera retornar a casa. No tuve otro remedio que recurrir al atuendo que traía
cuando me ingresaron y que alguien guardó en el armario. Todo iba bien hasta
que abrí una bolsa de plástico muy bien anudada. Dentro estaban… ¡los zapatos!
Y, aunque ya estaban secos, el olor quizás era aún más nauseabundo.
Con una fuerza
sobrehumana y liberadora, saqué los zapatos de la bolsa y los tiré por la
ventana, con la mala suerte de que le dieron en el cogote a un chico calvo, que
pasaba por la calle, pero eso, es otra historia.
31/01/19
Prevalece ese recorrido de la protagonista cargado de matices que vas añadiendo, con una observación constante del entorno. Atrapa.
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