No tengo duda —ni tampoco datos— de que el clítoris no envejece. Envejecen las articulaciones, la memoria, los andares y las capacidades cognitivas, pero el clítoris mantiene todas sus cualidades hasta el día en que morimos. Su única función: proporcionar placer… y punto.
Cuando tenemos orgasmos, nuestro cuerpo libera endorfinas, dopamina y serotonina: sustancias que nos hacen sentir bien, vivas, ligeras. Por todo ello, ¿por qué no disfrutar de esa joya monofuncional, sin límite alguno?
Se me ocurre, eso sí, que con su ubicación actual —entre los labios mayores y menores— nos resulta un tanto incómoda, por decirlo de alguna manera. Su emplazamiento es discreto y pudoroso, sí, pero poco práctico. ¿Y si lo reubicamos? ¿Qué os parece en ese huequecito entre pulgar e índice de la mano izquierda? Imagina que esperas en el dentista, viajas sin prisa, la película se alarga demasiado o haces cola en el supermercado… pues un toque, un cariño, un suspiro, y el día mejora.
Claro que también habría que organizarse: no siempre apetece, y tampoco es plan de resultar transparente y que todo el mundo se dé cuenta de que estás flotando en el espacio sideral. Podríamos establecer turnos, como en una carrera de relevos: cada una corre su tramo y entrega el testigo a la siguiente. Así, el equipo entero gana por rotación, sin perder ritmo ni deleite.
Para sorpresa de todas, lo que empezó como un juego pronto se tornó real y nos vimos convocando la asamblea constitutiva de “Un mundo feliz”, donde ambas ideas fueron aprobadas por unanimidad de las presentes.
Durante un tiempo, vivimos en un estado de gracia casi permanente. Nos sentíamos dichosas, plenas y radientes. No sufríamos ni pensábamos demasiado. Hasta que los hombres se rebelaron. Querían también su parte de felicidad eterna. Alegaban que la vida era injusta, que ellos también merecían una reubicación anatómica. Se volvieron reivindicativos: denunciaron, protestaron y reclamaron su propio cambio de ubicación.
Nos reunimos y tratamos de explicarles que su miembro era más aparatoso y que tenía varias funciones, además de la sexual: ¿cómo resolver la cuestión urinaria? Pero no atendían ni escuchaban. Querían soluciones inmediatas. Organizaron protestas, pancartas y hasta un comité de huelga. Tras horas de debate, propusieron una terna con posibles emplazamientos: el cráneo, el oído o la nariz, a modo de elefante.
Por puro juego democrático, el resultado de las urnas fue “la nariz”. Todo el género masculino se preparaba para el cambio cuando apareció él.
—Disculpad que me entrometa —dijo el elefante, con voz grave y pausada—. He escuchado las propuestas y debo decir que colocar vuestro atributo sexual en la nariz no es buena idea. Yo tengo trompa, y creedme, no es cómodo ni práctico para todo. Os hablo por experiencia, la trompa sirve para respirar, beber, agarrar, comunicar o, incluso, acariciar, pero trasladar el pene allí sería un desastre. Además, los resfriados os resultarían insoportables con tanta mezcla de fluidos.
Ante la sabiduría del elefante, los hombres tuvieron que rendirse y admitieron que su ocurrencia nasal, a pesar de las urnas, no era viable. Sin más debate, decidieron mantener la cosa donde siempre había estado: entre las dos piernas.
Allá ellos. Nosotras, a lo nuestro.
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