Hay miedos que dan mucho miedo: una casa tomada por espíritus malignos, una persecución entre las sombras de la madrugada o una noche ensordecedora de relámpagos y truenos. Son miedos contagiosos, miedos de primera. Hay otros miedos de segunda, por llamarlo de alguna manera. Son esos miedos interiores y personales, que te agitan el corazón, te empapas de sudor y te bloqueas mentalmente, pero que a los demás no les afecta. Son miedos que no se transmiten, aunque le encasquetes la música de violines de la famosa escena de "Psicosis". Hasta en el mundo de los miedos hay injusticias.
Sin más preámbulos, te contaré mi gran miedo. Es el miedo a mi otro yo. Así como suena. Miedo a algo que va conmigo y que para mí es lo más grande. Es mi Océano Pacífico. Es como el aire de un parque nacional. Es la pirámide de Keops. Pero también es un novio celoso. Me acosa, me acusa, me acecha… Me estoy liando.
Y es que, lo mío con el móvil es una relación de amor odio. Salir de casa sin mi teléfono es una utopía. Imposible. Me invadiría la angustia; al no poder palpar su pantalla, se me presentarían síntomas de abstinencia digital: sudores fríos, temblores y la ingrata sensación de que el mundo estaría avanzando sin mí. El aparatejo está muy crecido porque me ve vencida, temerosa. Mis manos reflejan mi dependencia y tiemblan cuando lo cojo. Estoy a sus órdenes, avisos constantes y permanentes: calendario, agenda, llamadas, grupos, fotos, Facebook, Instagram… todos me requieren. Todos se ponen en rojo, solicitando el minuto de atención. Estoy perdida.
Mis amigos, conocedores de estos sinsabores y temores, me querían ayudar y organizaron una fiesta en la que incineraríamos al tirano y le haríamos una despedida tecnológica como se merecía. La reunión se llevó a cabo en un patio trasero, con una pequeña parrilla preparada para la ocasión. Atamos el dichoso aparato a un palo con una cuerda y como mantra dijimos al unísono: "¡Se acabó! Has sido testigo de demasiados selfis y Whatsapps ridículos en noches de borrachera". Justo cuando estaba a punto de convertirse en cenizas, uno de los presentes, con el fin de paliar mis penas, apareció con un regalo envuelto en papel brillante. Al abrirlo me encontré con un reluciente Rabbit R1, el último modelo de teléfono inteligente, que cabía en la palma de la mano y que solo funcionaba mediante comandos de voz. Era un dispositivo tan avanzado que casi podía hacer café por las mañanas, organizar al instante un viaje completo, proponerme recetas con lo que tenía en el frigo y si me veía un poco desesperada, él solo trasteaba por Tinder.
Aquí me veo, de momento, sin miedo y tranquila, en mi renacimiento tecnológico. Estoy tumbada en el sofá manipulando mi flamante artefacto. Pero… bom, bum, bom, bum, son los latidos apresurados de mi corazón, porque por un momento me he quedado dormida y… ¡Horror!, he entrado en pánico: mi Rabbit ha desaparecido. El terror me invade. Siento temblores, náuseas, la boca seca y sensación de mareo. El pack completo. He comenzado a buscarlo, frenéticamente, por toda la casa, y después de un intenso y eterno minuto, he descubierto que estaba a mi lado, en el sofá. Para mi sorpresa, Rabbit, que todo lo sabe, me dijo parpadeando a modo de guiño: “Quizás es mejor que el mundo virtual avance sin ti. Permítete ser feliz”.
24/01/2024
Es un texto muy actual. Buena introducción e implicación al contarnos. Perfecto el desenlace algo surreslista y recreado en el título.
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