Divorciarse a los setenta es una experiencia impactante y transformadora. Al principio, te sientes liberada, pero pasado un tiempo de esta catarsis existencial, el cuerpo te va pidiendo una nueva relación. Hice un somero estudio del mercado del ligue local y se me puso la cara de emoticón asombrado. Una compañera se apiadó de mi deplorable estado anímico-sexual y organizó una cena en la que, junto con otros conocidos, invitó a un amigo de una amiga, que era de mi edad y estaba recién separado.
Creo que al amigo de la amiga de mi amiga le gusté, porque durante toda la velada me miraba con una mezcla de timidez y disimulo. Yo le correspondía, aunque carezco de la desenvoltura que da la coquetería.
A las dos de la mañana, el grupo decidió disolverse. Era el momento cumbre. ¿Quién daría el paso? Lo lógico, pensaba yo, era que él propusiera acompañarme. Yo esperaba ansiosa. Y sí, lo hizo.
Ahora venía el otro paso. Había que lanzarse y sacar la eterna pregunta: “A tu casa o a la mía”. En las películas ambos tienen un apartamento ideal, pero nuestra cruda realidad era que en mi casa dormían mis tres descendientes y la suya era el típico piso de separado, con el agravante de que su madre, para hacerle carantoñas y compañía, estaba pasando el fin de semana.
Me da la sensación de que este relato, que pretendía ser amoroso y sexual, se me está yendo de las manos por culpa de una cama.
Allí estábamos, mes de enero, parados en mitad de la calle, con los pies como témpanos, tratando de decidir qué hacer. Para un hotel era tarde; yo a las siete debía estar en casa. Fue entonces cuando a él se le ocurrió la brillante idea: vamos al coche. Y así lo hicimos.
Ojiplática y con cierta incertidumbre subí a su Fiat Panda. Me pareció un tanto inadecuado, en tamaño, para nuestros planes, pero no quise poner pegas y me dejé llevar. Llegamos a un polígono industrial, donde, paradójicamente, yo había estado esa misma mañana para hacerme la prueba anual de osteoporosis. De día esta zona está muy transitada, pero de madrugada parece desierta y poco iluminada. Con desierta me refiero a que no hay gente deambulando por las aceras, porque coches aparcados hay muchos. Jamás habría imaginado el overbooking de personas que lo hacen en un coche.
Tras encontrar un rincón discreto, llegó la hora de la verdad. Carlos estaba muy nervioso, pero era delicado, tierno y besaba bien. Al mismo tiempo que me abrazaba intentaba, con torpeza, quitarme alguna prenda.
Metí la pata cuando solté la primera carcajada, pero es que no era para menos. Observaba cómo él, entre arrumacos, intentaba quitarse los pantalones. Y, de verdad, que era imposible, o hacía un curso intensivo de yoga, o compraba centímetros de coche, o vendía parte de piernas.
Allí seguíamos dentro de ese mini coche haciendo malabarismos, yo con mi braga de cuello vuelto enroscada a la cadera y él atascado entre el asiento delantero y el volante, con los pantalones a la altura de los muslos.
Nuestro deseo ya no era joder —qué va—, ya solo queríamos volver a la posición inicial. Como pude, y para estirar un poco su cuerpo, le di un tirón de la rodilla, con la mala suerte de que se golpeó con el freno de mano. Era tal el griterío que Carlos estaba montando que algunos, que estaban en coches vecinos, se acercaron. Entre todos lo pasamos al asiento del copiloto, cogí el volante y lo llevé a Urgencias. Tras cinco horas de espera, el diagnóstico fue fractura de menisco y ligamento.
Desde aquel día, somos inseparables. Cuando le quiten la escayola, quizá podamos retomar lo que quedó pendiente, pero con una condición: nada de coches compactos, fajas antimorbo... ni acrobacias de circo.
Publicado en el núm. 6 del Cuaderno Literario del Ateneo de Cádiz (CLAC)
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