El último día de vacaciones quiero que sea el más
tranquilo, un respiro después de todo lo vivido. Atrás han quedado los
madrugones diarios para contemplar templos al amanecer, los grupos de turistas
atiborrados de cámaras y fascinados por las pirámides, los vendedores de
especias que no sabían cuándo rendirse, el caos de motocarros, calesas y el
bullicio constante de personas deambulando por las calles, los tés con menta
servidos a cualquier hora, el sol abrasador y los museos repletos de tesoros de
valor incalculable.
Este país y su historia son una maravilla.
Ahora, sentada junto a la puerta H5 del aeropuerto de El Cairo, solo quiero silencio. Estoy cansada, con los pies hinchados, pero cargada de infinitos y gratos recuerdos, y con la oxitocina a cien.
Miro a mi alrededor y la gente parece flotar en su propio mundo: familias cargadas de maletas, mochileros despistados, egipcios hablando rápido por teléfono. Todos pasan. Todos esperan algo.
Entonces la vi. Sentada a mi lado. Estaba sola y llevaba en la mano la tarjeta de embarque, entre las páginas de un pasaporte a todas luces sin estrenar. Tenía esa edad indescifrable, en la que no eres anciana, pero sí mayor. Iba vestida con una galabiya negra, larga, ancha, sin cuello, con mangas anchas y un hijab que cubría su cabello y el cuello. Me sonrió. Yo también.
Algo en ella me intrigó. Tal vez era su forma de mirar. ¿Será la primera vez que viaja? ¿Tendrá miedo? ¿O simplemente está agotada, como yo?
Me dieron ganas de hablarle, de preguntarle si estaba bien, si necesitaba ayuda. Pero me contuve. No quería parecer condescendiente ni entrometida. Así que me limité a observarla de reojo, como si estuviera espiando una escena que no me pertenecía.
¿Por qué me mirará tan fijamente esa chavala, con pinta de hippy-pija? ¿Habrá notado algo raro en mí? Mi atuendo no puede ser, porque lo hemos preparado con todo detalle para no levantar sospechas. Debo disimular y seguir con el plan pactado. Una vez montada en el avión camino de España, se acabaron los problemas económicos y a emprender una nueva vida.
Imaginé que se llamaba Laila y que su hija vivía en España, estudiando traducción. Que la había convencido para que saliera de su mundo por unos días y fuera a visitarla. Que no entendía ni una palabra de inglés ni de los anuncios del aeropuerto. Que, pese a todo, había decidido viajar, dejando atrás una casa pequeña con patio, tres gatos y rezos cinco veces al día.
¿Será de la policía nacional egipcia? De todas formas, la maleta ya está facturada, aquí solo llevo el pasaporte y un shawarma de cordero por si me entra hambre con tanto ajetreo.
Pensé que estaba triste, tal vez por la muerte de su esposo. O por miedo. O por el simple hecho de ser extranjera en el aire. Y que por eso sonreía. La vi embarcar, temblorosa, y observé cómo una azafata le ayudaba.
Por fin, ya embarcamos, queda poco para que me pueda tranquilizar y dormir un rato, que con los nervios casi no he pegado ojo esta noche. Y esta chica sigue igual de pesada, venga a mirar, venga a mirar. Yo a lo mío, que no es poco lo que me traigo entre manos.
Cuando el azar en la asignación de asientos del vuelo chárter nos separó. No sé por qué lo hice. Tal vez el instinto. Me cambié y me senté junto a ella. La vi mirando por la ventana, nerviosa, como si no supiera cómo comportarse en este espacio lleno de extraños. Cuando el avión estaba a punto de despegar, la noté bloqueada. Tendrá miedo —pensé— e instintivamente la cogí de la mano. Ella apoyó la cabeza en mi hombro. Cerró los ojos como si por fin pudiera dejarse cuidar. Sentí una ternura rara, inesperada.
Nunca hubiera supuesto que aparecería alguien así. Me ha cogido hasta de la mano… todo sea para que no me pillen. Me haré la dormida durante todo el viaje y así no le doy pie a preguntar. ¿A que lo fastidia y me trincan otra vez?
De pronto, una voz masculina interrumpió todo:
—Buenas
tardes, señorita. ¿Conoce a esta señora que duerme sobre su hombro?
Me sobresalté. Miré al agente. No podía ser.
—Sí claro, es una indefensa mujer. La cuido hasta que se encuentre con su hija.
—Soy el inspector Hassan, y siento decirle que vamos a proceder a la detención de ambas. A ella por tráfico de drogas y a usted por encubrimiento.
Mi respiración se detuvo por un momento.
—¿Cómo? ¡Es imposible! —mi voz temblaba mientras intentaba procesar lo que ocurría—. Mire usted, yo realmente… no la conozco de nada. Creo que ha habido una enorme confusión, yo solo me inventé su vida.
— Bueno, bueno, todo eso se aclarará, cuando lleguemos a tierra.
Y así fue como mi soñado viaje a Egipto terminó en una comisaría de policía.
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