Debo
reconocer, Joan Manuel Serrat, que resolviste con acierto el tema de la lluvia.
Para ti fue fácil decir: “Llueve, detrás de los cristales, llueve y llueve...”.
Al calor de la chimenea, cantabas lo que serías capaz de dar por una sonrisa.
Mi realidad urbana es bien distinta, y temo no ser capaz de contarlo tan
poéticamente como tú. Quiero que el relato que salga de este batiburrillo de
ideas sea claro, breve y conciso. Lo justo. Porque pertenezco a la generación
de los abuelos y, según dicen, las personas mayores somos pesadas, olvidadizas
y, lo peor de todo, invisibles.
Pero ese fatídico lunes decidí rebelarme ante tamaña injusticia. En pilates había conocido al hombre de mi vida. Fue amor unilateral a primera vista… mejor dicho, al primer olfato, porque lo que más me llamó la atención fue su olor al gel de baño Frescor Azul de Mercadona. Yo también lo usaba, y según el esoterismo, eso debía presagiar algo. Era un tipo que llegó al grupo con noviembre y decía que se iría con los turrones, así que no había tiempo que perder. Tras un desayuno ultrarrápido, ultraligero, ultranutritivo y ultratodo, intenté recuperar algo de la mujer que fui. Ese día, sí o sí, me ligaba al compañero de estiramientos y abdominales. No pegaba ir pintada, pero las reglas de la guerra son simples: hay que atacar y vencer al enemigo.
Antes de salir de casa, miré al cielo y vi que estaba gris plomizo; aun así, como yo iba en modo batalla, me maquillé como para una boda, me puse el chándal molón y, con las palpitaciones a cien, me lancé a la calle. A los pocos minutos, y para sorpresa de todos los viandantes, las nubes descargaron enfurecidas, el poniente enloqueció, un huracán sacudió el estrecho y los paraguas salieron volando. La lluvia caía con furia sobre mi conjuntito escogido ad hoc para la conquista. Mi cara, que al salir de casa era un lienzo perfecto, se había convertido en una acuarela derretida. Las tres bases de maquillaje formaban cercos con el negro de los ojos y el rojo de las mejillas.
Entonces ocurrió algo inesperado: un relámpago iluminó por un instante mi reflejo en un escaparate. Me vi sin máscaras, había conseguido desprenderme de mi careta. Y, en lugar de horrorizarme, me sentí libre. Notaba cómo la gente sonreía al pasar junto a mí. Y me permití disfrutar del momento, de mi aspecto y de mi vida.
Llegué a pilates cantando: “…con esa porcelana que descubrí ayer y que por un momento se ha vuelto mujer…”. Mis compañeros pensaron que me había vuelto loca, que había pillado el covid, la gripe o vete tú a saber, y me encasquetaron un paracetamol.
El susodicho no apareció. Al parecer, la tormenta lo había asustado. Pero a mí ya no me frenaba nada. Quizá no había encontrado el amor de mi vida, pero sí algo mucho mejor: la M de Me Quiero.
20/03/2025
Texto seleccionado para el número 59 de la revista Speculum. Club de Letras de la UCA
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