Yo no buscaba a nadie y te vi pasar desde mi ventana. Fue instantáneo: me enamoré. Me enamoré de tu incipiente calva, de tu prominente barriga, de esos andares que denotaban un hombre de mediana edad, de clase media, de altura media, de peso medio y de todo medio… Justo lo que podría encajar con mis pretensiones. Mi mundo se tambaleaba y la única salvación parecía ser refugiarme en el amor. Estaba dispuesta a abandonar mi independencia, mi laicismo, mis exigencias, mis principios y ese halo de persona respondona y reivindicativa. Buscaría consuelo en el romanticismo, desarrollaría la empatía y disfrutaría de una vida compartida contigo. Estaba decidida: eras mi hombre. Para lograr mi propósito era consciente de que debía transformarme en una mujer manejable, tierna, lánguida y dulce. Así es que me hice un enjuague existencial y, por escrito, lo dejé todo aclarado: “Prometo vivir una historia de amor convencional, con final feliz, como algunos masajes. Prometo una boda por la iglesi