Cuando aterrizaste en el Prat y en mi vida, me dolían los zapatos y la cabeza. Estaba pensando que me tenía que haber separado antes de casarme, que me fastidiaba esa vida cómoda que había forjado, sin ilusiones ni altibajos emocionales.
Y allí estabas tú, con andares de masái y maneras de gentleman. Se distinguía tu presencia por ese pasillo acristalado y circular, sin decoración alguna y atiborrado de gente que, en la misma dirección, aceleraban el paso.
Te divisaba a lo lejos, en una impersonal sala de embarque, en la que todos nos mirábamos con el nerviosismo propio de los viajes. Unos salíais del avión y otros estábamos ansiosos por entrar. Tu piel era negra, medías, al menos, un metro noventa, deslumbraba tu elegancia al andar, parecía que ibas casi de puntillas, como un masái, eras erguido, ágil. Portabas una maleta pequeña para no pagar facturación de equipaje y, lo más importante: a través del grueso cristal divisaba tu mirada fija en mí. Parecía que me sonreías. Algunos cretinos dicen que los negros son inferiores, pues no será en el físico, porque tú eras una auténtica obra de arte.
Cuando entregué mi tarjeta de embarque te observé otra vez y seguías allí, pero ahora, desafiando a la gente, estabas parado, mirándome amorosamente. ¿Cómo puede ser que este espécimen humano me mire así, si soy mucho mayor que él? Me temblaban las piernas de emoción, ya no me dolía ni la cabeza ni los zapatos ni mi conciencia cuando la muy quejica se alertó por la diferencia de edad. Podría ser su madre. Lo sé. Pero no lo soy, detalle importante. Portabas un papel en el que, a modo de cartel, habías improvisado: “Give me your phone number and I´ll call you”. Con mi precario inglés entendí que… que… ¡Había ligado y me pedías el número de mi móvil! Me surgió un problema moral: estoy casada y, aunque no soy feliz, ¿debo fidelidad y respeto a mi marido, a mis hijos y a mi madre?
Tomé una decisión instantánea: renuncié a mi pasado, a mi futuro y renunciaría a una plaza de funcionario, si hiciera falta. En mi estómago tenía sobredosis de oxitocina, que sonaba como una sinfonía de nuevas sensaciones, la sinfonía del masái. Me lancé y apunté en la mano: “6954… love”.
De repente, la mirada de aquel prodigio humano cambió, dejó de sonreír y apuntó otro mensaje en ese folio prestado: “Look back”. Como esta frase no estaba en mi reducido vocabulario de inglés, consulté el traductor de Google y… miré hacia atrás, como mi sugería mi flamante amor. Allí estaba ella: jove, imperiosa, étnica, como una Naomi Campbell en la treintena. Y ahí estaba yo, como una figura de cartón, pensando qué podía hacer: ¿Me hago la tonta? ¿Me pongo a correr por el aeropuerto para desahogar mis penas? ¿Me quemo a lo bonzo? ¿O les doy la enhorabuena por su momento Cupido?
21/01/2023
El texto atrae, interesa, despierta curiosidad. El desenlace, genial.
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