Me llamo María Magdalena, a secas, sin apellido de padre ni de marido. Soy una mujer librepensadora, influyente y adinerada. Poco a poco y buscando dar sentido a mi vida, me fui integrando en un nuevo movimiento social: el grupo de fieles seguidores de un revolucionario mitinero que estaba predicando el reino de un nuevo dios. Allá donde iba ese incipiente salvador de las almas, allá iba yo. Me convertí en su bastón, su sombra, su consuelo. Y sin ser consciente, me convertí también en activa organizadora de su campaña electoral, es decir, en su Miguel Ángel Rodríguez de la Comunidad de Madrid, versión Judea, pero sin empujones a periodistas.
Lo que nadie sabía, aun siendo un secreto a voces, es que entre Jesús y yo había un feeling especial. Que nos enamoramos desde el primer encuentro, que éramos amantes, amigos y que manteníamos una apariencia ficticia ante su exacerbado club de fans, que oliéndose algo y por la bajini, comentaban que yo era adúltera, pecadora y poseída por siete demonios. Me daba igual, yo adoraba, en el sentido amplio de la palabra, a mi dios. Teníamos muchos planes pero un gran hándicap: Jesús debía morir crucificado en el Monte Calvario. Al dedicarse él, en exclusividad, a sus discursos, milagros y demás menesteres propios de futuros dioses, fui yo la que se encargó de deshacer este galimatías. Deberíamos huir juntos a cualquier país que nos diera asilo eclesiástico, dejar atrás a toda esa pléyade de simpatizantes y vivir intensamente nuestro amor.
Como buena jefa de gabinete tramé un plan, que la verdad, está feo decirlo, pero hasta ahora, en este justo momento en el que yo libremente lo relato, no ha sido descubierto ni por los más fervientes doctores de la Iglesia. Me explico: cuando llegó el día D, apresaron a nuestro redentor y lo crucificaron; yo siguiendo el guion trazado, me fui al monte Calvario y coloqué mi cuerpo, hecha un mar de desconsoladas lágrimas, debajo de la cruz, esperando pacientemente a que nuestro señor Jesucristo simulara dar su último suspiro. Cuando maltrecho y dolorido ladeó su cabeza, según lo previamente ensayado, sin más preámbulo ni autopsia, y por orden de Poncio Pilato, sepultaron al supuesto difunto. Hasta aquí todo lo archiconocido por las sagradas escrituras, es ahora cuando viene mi actuación casi merecedora de un óscar: en la mañana del domingo, entre fingidas lágrimas comenté a Mateo que el sepulcro estaba vacío —yo en mi papel lloraba y lloraba—, pero le dije que no se preocupara porque se había aparecido un ángel dándome la buena nueva de que Jesús no estaba allí porque había resucitado de entre los muertos y que ya se había reunido con su padre. Mi fantasía se disparó y, para dar una nota animalista, improvisé diciendo que padre e hijo adoptaron a una paloma a la que llamaron Espíritu Santo y que los tres se dedicarían a protegernos in sæcula sæculorum.
Después de esto, algunos dicen que vieron a Jesús por aquí y por allá, pero nada más lejos de la realidad. Desde entonces vivimos en Suiza y somos muy felices. Ahora lo sabéis, fui yo la que se inventó esta historia que pasó a la historia. Ya te digo.
19/04/2022
Es un texto cómico, hilirante y por qué no irreverente. Prevalece el ingenio en esas ideas de ayer y de hoy que eres capaz de simultanear e incluso comparar. La elección de María Magdalena, la interpretación de las escrituras y el tono narrativo no nos deja impasibles.
ResponderEliminarLe imprimis tu sello personal al reescribir la historia, con crítica mordaz. La estructura va despertando el pensamiento del lector. El desenlace realza y divierte,es fresco y natural.
ResponderEliminar