A los veinte años nos conocimos y nuestra relación era mágica. Nos casamos y solo tenía ojos para mí y no quería que nadie me mirara y se volvió posesivo y decía que yo me insinuaba. Un día llegó enfadado y me pegó y lo vi normal y me fue apartando de mi familia y vivía solo para él y me insultaba y yo callaba y se arrepentía y me abrazaba y yo le perdonaba. Tuvimos un bebé y yo me sentía atemorizada y le volvía a perdonar. Una madrugada nuestro hijo enfermó y él lo zarandeó y yo abracé a mi retoño y salí corriendo a la calle y la boca se me secó y me encontré una fuente para beber y presioné el pulsador y brotó agua, vida y valor y… me he atrevido. Esta es mi verdad, señor agente, quiero denunciarle.
Con ese crujido premonitorio de rodilla noté que algo barruntaba a mi alrededor. Ese chasquido seco, no audible, inarmónico y esas burbujas que estallaban dentro de mi articulación podrían pronosticar artrosis, desgaste de menisco o un cambio en la humedad del ambiente. Podría augurar que ya era mayor. Pero no. En mi caso, esa fricción de hueso contra hueso presagiaba la mejor versión de Kramer contra Kramer que hubiera imaginado. En los eternos anuncios publicitarios de la película que estábamos viendo y con un tímido balbuceo, como el zumbido de un enjambre de insectos, casi insonoro, pero aclaratorio y lapidario, me dijo: “Quiero que leas una carta que te he escrito y que me digas tu opinión sincera”. Acostumbrada a corregir exámenes, cogí mis gafas de cerca y me dispuse, sin dilación, a cumplir, su petición. Pasados unos minutos y analizado su escrito, con toda la calma de la que fui capaz, le respondí: “Ya la he leído, Ramón. En el análisis del texto
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