Nos llamamos Akina y Yamato Tanaka. Llegamos a Sevilla una calurosa tarde de agosto, allá por la década de los noventa. Entonces éramos novios y vivíamos en Tokio, de donde somos oriundos. Mi otrora novia y yo pensamos que el ocho de agosto sería buen día para casarnos y tener una luna de miel como merecíamos. Nuestra vida, en lo cotidiano, era dura, durísima… trabajábamos unas setenta horas semanales y dormíamos, no llegaba, a seis horas diarias. El ritmo de nuestra ciudad, al menos antes, era trepidante, con un constante movimiento de personas que iban de un lado para otro. Gente trabajadora e inagotable.
Llegó el esperado día nupcial. Después de la boda emprendimos viaje de novios a Andalucía (España) y, en concreto, a Sevilla. Nada más llegar al hotel, nos pareció que hacía bastante calor, pero un japonés está acostumbrado a todo y nos marcamos un ritmo frenético.
Emprendimos la ruta marcada bien temprano, buscando un buen desayuno que nos aportara todos los nutrientes para afrontar la dura jornada: bol de arroz, un huevo crudo, algas y un plato de brotes de soja. Como no había casi nada abierto, optamos por lo único que nos ofrecían: un chocolate con churros. Pasada una hora, cuando íbamos dirección a la Catedral, la digestión nos estaba resultando muy pesada y molesta, pero no quisimos decaer y, pese a los fuertes dolores de estómago, nos dispusimos a visitar el afamado templo. Tuvimos que esperar tres horas en la puerta porque no abrían hasta las once.
Ya a las cuatro de la tarde, tocaba la siguiente escala: Plaza de España. Optamos por no almorzar debido a la pesadez que aún perduraba. La guía de viaje Lonely Planet aconsejaba fijar la atención en su decoración de azulejos, sus fuentes, el lago y, sobre todo, en su ambiente, algarabía y voces festivas que, según decía, la rodean en cada momento. Pero, qué vida, si no hay un alma por la calle, ¿dónde está la gente? —pensábamos nosotros, La verdad es que hacía algo de calor, pero nada que un japonés no pudiera aguantar.
Había unas barquitas en un canal navegable y como nadie las atendía, dispusimos de una y atravesamos los cuatro puentes. Los chorreones de sudor ya mojaban nuestras vestimentas, así y todo también recorrimos casi entero el camino de bancos que bordean la plaza y que, en orden alfabético, representan a las provincias españolas. Eran las cinco en punto de la tarde, ya lo presagiaba García Lorca, cuando, a la altura del banco de Zamora, Akina se desmayó. El calor, ya a esa hora insoportable, los churros que aún hacían mella o el cansancio, hicieron que mi querida esposa perdiera el conocimiento.
En inglés, como marcan los cánones del turista internacional, pedí ayuda al encargado de las barcas, que ya había vuelto de comer. El buen hombre no entendía pero se imaginó lo que pasaba. Insistió en que esa hora de calor asfixiante estaba reservada para la siesta y que si queríamos conocer Sevilla, por ahí era preceptivo empezar, por imitar sus sabias costumbres. Me dijo sonriendo si yo era chino-japonés, yo le contesté que no tenía nada que ver una cosa con la otra, pero no me creyó y me respondió: Anda que no…
Nos fuimos al hotel y ya salimos por la noche, a la fresquita. La ciudad tímidamente se fue llenando de alegría, de vida y de gente. Caímos subyugados ante el encanto. A la semana ya trabajábamos en Toyota Motor. Y… hasta hoy. Tenemos dos niñas: Alma y Estrella que solo tienen de orientales los ojos achinados, quiero decir ajaponesados…
03/03/2021
Encantador!!!
ResponderEliminarEs imaginable y singular, perfectamente creíble y muy bien escrito
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