Cuando llegó la policía, mi marido ya estaba muerto. Llevaba dos días sin protestar, sin fumar y sin moverse. Algunas veces había pensado en cargármelo porque nuestra relación era insostenible, le tenía una manía desganada, una manía sin burbujas.
Hace un par de días llegó bastante tarde, de madrugada. A continuación se quedó dormido. En ese momento lo tuve claro. Le hice arroz con leche, que era su postre preferido y lo mezclé con cuatro cajas de calmantes que tenía en casa. No quería que sufriera. Quería que tuviera una muerte dulce. Era el padre de mis hijos y le debía un respeto, o lo que sea.
A la mañana siguiente, Antonio, madrugó bastante, le encontraba inquieto. Su actitud era extraña. Yo, con una voz melosa y despistada, le dije que había preparado una sorpresa para desayunar. Él, fingiendo normalidad, se zampó el cuenco de arroz con leche. Ya solo cabía esperar. Al rato se quedó dormido y hasta hoy.
Antes de llamar a emergencias preparé como coartada que lo había encontrado en estas condiciones cuando volví de cuidar a mi madre. Les explicaría que eran de sobra conocidas las tendencias suicidas de mi cónyuge. La verdad es que Antonio me había avisado varias veces de que el día menos pensado se quitaría la vida. Sinceramente creo que si no lo había hecho era por vagancia, pero él alegaba que le dolía la cabeza, que tenía diarrea y otras excusas variadas.
La policía ni lo dudó: suicidio. Al poco tiempo los inspectores me comunicaron que el resultado de la autopsia era desconcertante: el difunto había tomado primero dos tabletas de ansiolíticos, pero, y aquí viene la parte sorprendente, a la media hora y mezclado con azúcar y arroz, había ingerido unas dosis letal de ibuprofenos. Registraron la casa y encontraron un mensaje de despedida que decía: “Creo que hoy, por fin, me suicidaré”. Al menos podría haber añadido algo de lirismo y profundidad, pensé al leer la nota. Con esta prueba tan fulminante, fui detenida. En mi defensa argumenté que cuando intenté asesinarle, él ya se había suicidado y que no se puede morir dos veces.
Yayo Gómez
04/12/2020
Qué peligro de mujer... Simpático relato, me he divertido leyéndolo.
ResponderEliminarMagnífico. Con regusto y buena defensa.
ResponderEliminarMe despierta el interés por la forma de iniciar tu relato tan atrayente, pra ir desgranando esa relación bajo la mirada suspicaz y humorística (aunque no lo sea en el fondo) de su narradora-protagonista. El desenlace aguado, ya anunciado en el título.
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