“Me gustan las mujeres de corte y confección”, con esta contundente y escueta frase mi abuelo ponía el colofón a todas las trifulcas familiares. Era su frase de referencia y resumía su forma de entender la vida. Cuando él mostraba su altanería, mi pobre abuela le miraba con una expresión contenida y seguía haciendo la faena doméstica que tuviera entre manos.
“Muerto el perro, se acabó la rabia”, esa frase no la refería mi antecesor, esa la dije yo misma el día de su entierro. Día en que mi abuela, a las tres de la tarde, cogió a nuestro perro Lucky, un dulce pastor alemán, y sin comida hecha ni mesa puesta, nos dejó plantados a todos y se fue a vivir sola a El Bosque, a un chalet en medio del campo, de dudosa legalidad urbanística.
Por una parte nos quedamos preocupados porque era la primera vez que ella, pese a sus años, iba a vivir sola, pero por otra, la veíamos tan feliz, ten exultante y tan liberada, que pensábamos que era un regalo que el destino le tenía preparado para compensar los malos tratos psicológicos que había sufrido.
Se acercaba el puente del Pilar y mi madre, insistía hasta la saciedad en que fuera a visitarla y, de paso, le llevara algunos tuppers con comida preparada, porque desde la muerte de su marido, mi abuela se
había liberado y no había vuelto a encender el fuego. Me pareció buen plan. Estaba cansada de la ciudad. Quería respirar aire puro. Y allí que me presenté. Cuando llegué a la casa de campo, había una nota en la puerta que decía:” Hola cariño, como estaba el día tan bueno, me he ido a hacer el sendero de Majaceite”. Mal día ha escogido, pensé yo. El Bosque, pueblo de la sierra de Cádiz, en días de fiesta está masificado. Ya por la tarde, recibo una llamada de teléfono en la que me comunican que me abuela estaba en el veterinario, porque Lucky, perro urbano donde los haya, se había tragado unas piedrecillas y le estaban provocando al vómito. Casi al anochecer la policía local acercó a mi abuela y a su fiel perro. Al encontrarnos, nos fundimos los tres en un amoroso y tierno abrazo.
Elena, Elena, ¿ya te has dormido? Mira, que te conozco muy bien y sé que finges. Esa es mi madre, que como todas las noches, y a pesar de que ya he cumplido 12 años, me sigue contando cuentos, según ella, para compartir tiempo juntas y para relajarme. Dice que me conoce…ilusa. Hoy ha tocado el cuento de Caperucita. Menos mal que yo me he inventado mi versión que es mucho más feminista, ecológica y afectiva. Aún no sabe que casi todos los cuentos me producen ansiedad: se comen, se maltratan, se envenenan. Parecen que están escritos por Hannibal Lecter o cualquier otro psicópata.
Y ella, erre que erre: “El cazador le llenó la tripa de piedras y se la volvió a coser. Cuando el lobo despertó de su siesta tenía mucha sed y al acercarse al río, ¡zas! se cayó dentro y se ahogó”.
Jo, mamá eso es maltrato animal…
Cállate ya Elenita y duérmete que mañana, después del ortodoncista tenemos psicólogo, por aquello de tu inmadurez y de tu déficit de atención.
14/10/2020
En este texto sin duda hay muchos aciertos, el inicio tan locuaz, con esa huida hacia adelante de la abuela y desoués ese cambio en el cuento, pero sobre todo esa toma de conciencia de la dureza y crueldad en ellos.
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