Mi
padre maestro, mi madre maestra y yo… yo rompí, de cuajo, la tradición familiar. No funcionó lo del palo y la astilla.
Yo quería ser cajera de supermercado. Podría haberme graduado en universidades,
si me apuras, hasta extranjeras, porque dos sueldos de funcionarios, bien
administrados, pueden cundir mucho, pero no, yo hice un Ciclo Formativo de
Atención al Cliente y me dispuse a luchar por mis sueños.
Al
principio, mis progenitores montaron en cólera, ellos querían tener un médico o
abogado en la familia, pero después de muchas discusiones, aceptaron mi
proyecto vital y solo querían que fuera competente y, sobre todo, feliz.
A
los veinte años, puedes ganar un Campeonato del Mundo de Motociclismo, un Tour
de Francia, una medalla en unas Olimpiadas, o decidir ser cajera de una tienda
alimenticia, como fue mi caso. Por las tres primeras proezas sales en las
portadas de los periódicos. Por la última, jamás o, mejor dicho, casi nunca.
Mi
primer objetivo consistió en escoger la cadena de supermercados. Lógicamente
empecé por la más puntera en cuanto a estabilidad y salario, pero me topé con
“El monstruo y el gimnasio”, un libro, mezcla de evangelio y proselitismo, que
se les ofrece a los trabajadores, para su estudio y seguimiento. Antes de empezar
a trabajar en la empresa, hay que leerlo y hacer un resumen con las ideas
principales. Cuando me vi sintetizando, libreta en mano: “los clientes son unos
monstruos, que al pasar por la tienda (gimnasio) se convierten en princesas, si
los trabajadores aplican todas las recomendaciones…”. Me olió a tufo y del
tirón me pasé a la competencia.
La
cadena de nombre anglófilo no insistía tanto en el trato “especial” a la
clientela, como en el aspecto personal. Antes de hacer desfilar los geles
o tomates por las cintas transportadoras, las empleadas
nos teníamos que someter a tratamientos de chapa y pintura: rimmel, eyeliner y
colorete a discreción. Estas exigencias me parecieron discriminatorias y poco
cómodas. Desistí. Al
final recalé en Don Hummus, el super de la esquina. De gestión familiar y
propietarios de origen turco. No gano mucho, pero allí trabajo y allí soy
feliz.
Aunque,
a simple vista, el trabajo de cajera pudiera parecer simple, tiene un punto
complejo, detectivesco, psicológico, social y hasta afectivo. De entrada, da la
sensación de que el único cometido es pasar productos por esas bandas que se
mueven,
gestionar
el cobro y el recuento de caja; pero es mucho más que todo eso. Debemos mantener una
medio sonrisa, a partes iguales: agradable y profesional, en el saludo inicial
a los clientes que entren en el establecimiento y, si
procede, responderemos amablemente a sus preguntas. En otras ocasiones, y sin
llamar la atención, nos disponemos a perseguir al ladrón y nos comunicamos por
el pinganillo, como en las películas de suspense, con un: “Dos sospechosos en la zona de
bebidas alcohólicas”. A la vez, hacemos una
especie de terapia con esas personas solas que todos los días vienen a la misma
hora, buscan a la misma cajera o panadero y le cuentan que no han pegado ojo en
toda la noche o que el hijo que vive en Zamora, les llama a mediodía.
Debo reconocer que hasta he salido con
algún cliente. Mientras la compra va pasando, se intercambian, miradas,
sonrisas y número de teléfono. El amor se puede colar entre aguacates y lejía. Si en algún turno estoy de reponedora, las ocasiones se multiplican,
porque hay un vis a vis directo entre: ¿dónde están los tomates, por favor? y
“al fondo del pasillo a la derecha, no tiene pérdida”.
En otras ocasiones, y aunque sientas una especial atracción
por el cliente atractivo que tienes a un metro, en cuanto las bolsas se llenan,
ya toca despedirse. Con la entrega del ticket y un “hasta luego, tenga buen
día”, caduca el idilio inesperado y mental. Es evidente que la mayoría de la veces somos
invisibles, contribuye en gran medida el poco favorecedor uniforme con el que
nos ataviamos.
Desde
hace dos meses y, durante la crisis del
coronavirus se ha producido el milagro y hemos
pasado de invisibles a héroes. Ahora, de
momento, todos se paran a mirarte. La gente nos aprecia, nos incluyen en los
aplausos de las ocho, nos dedican artículos en prensa y … esta noche Évole me
hace una entrevista. Soy feliz.
La protagonista, siempre atrapándonos desde el inicio, los deseos de sus padres, sus orígenes y su imperiosa motivación que la lleva a ser cajera, en búsqueda de la felicidad. Es más atrayente si cabe el requerimiento descrito de las distintas cadenas, con las diferentes formas singulares de captación de clientes (poco menos que un tratado de psicología). Creo que el texto aparte de divertir, se hace un buen homenaje al colectivo de cajeras con una crítica irónica con humor y profunda realidad.
ResponderEliminarMuy buen texto, completo de inicio a final. Ocurrente esa primera persona que nos cuenta sus experiencias, la naturalidad en sus deducciones, su mirada del entorno y ese recorrido tan singular como profesional que nos coloca para que miremos más de cerca.
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