¡Cuánto te añoro! Piensa, mientras dos lágrimas de impotencia se deslizan
por sus mejillas. Este era el párrafo inicial del libro que nos habían asignado
en el club de lectura. Pero yo hoy no estoy para lecturas grupales, monsergas
ni florituras. Mi principal problema es que he engordado 4 kg y que dentro de 4
días cambiaré de década y cumpliré 40 años.

Tengo mi currículum medio vacío, pero el neceser, lleno
de crema extrañas que a veces ya no sé ni para qué sirven: antiarrugas, manos,
bolsas de los ojos o sabañones de los pies. Mi vida no puede ir a peor, ¿qué
más me puede ocurrir?
En plena crisis existencial, oigo un portazo a lo lejos. Se
me olvidó mencionar que además del vía
crucis anterior, tengo un hijo adolescente.
—Mamá, mamá, tráeme un bocata.
Ni siquiera ha saludado al entrar, ni preguntado cómo
me encuentro y por qué estoy triste. Después de multitud de horas de parque,
yogures, baños en el mar, idas y venidas a cumpleaños y de charlas con tutores,
me encuentro con un personaje, que es más alto que un trinquete, que come por
siete y que me odia.
—De bocata nada, vente a comer que ya está la mesa
puesta.
Siguiendo instrucciones de la nueva crianza, mientras
comemos, me esfuerzo en preguntar: “¿Cómo te ha ido hoy? A lo que él, con voz
de falsete, responde con un tajante “bien”. Pero, por la expresión de su cara,
se vislumbra que lo que realmente desea es que me flagele, porque se me han
pegado las lentejas.
Pensándolo mejor. Creo que estoy deseando ya pasar a la
crisis de los sesenta, porque aunque sea invisible e insignificante para la
sociedad, aunque ya
no tenga ni delicadas mejillas, ni abultados cachetes sino pómulos descolgados,
este mochuelo que duerme
en la habitación de al lado, con suerte, se habrá ido ya de casa.
Yayo Gómez
16/02/2020
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