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35. La varita mágica



Por aquel entonces, mi padre y mi madre eran muy felices y yo era, como la esposa de Lot, una estatua de sal, colocado de adorno en medio del salón, ellos pasaban y me miraban, pero no me veían. Ellos iban a lo suyo. Vivíamos en Nueva York allá por los felices años 20. Fueron años prósperos para la economía americana que crecía y crecía.
Mi madre era colaboradora de una afamada revista, mujer moderna, iba siempre a la moda, vestidos rectos y caídos, pelo ondulado. La recuerdo con variados sombreros que iban desde la boina a los de fieltro, ajustados a su cabeza, por los que asomaba tímidamente sus dorados bucles.
Mi padre era reportero del New York Time. Mi padre era un señor, elegante, educado y de maneras refinadas. Vivíamos con holgura. De día los dos trabajaban, yo me quedaba con Emily, mi nani, que es la que me cuidaba, y por la noche, también me quedaba con mi nani porque ellos iban a grandes espectáculos, a bailar y al cine. Vamos, que siempre estaba con mi niñera. Ellos tenían una vida rica y opulenta, con muchos eventos sociales, grandes coches y viajes. Todo en ellos parecía goce y felicidad.
Cuando cumplí ocho años, nadie se acordó de que era mi cumpleaños, yo moría de pena, mis padres siguieron sus rutinas habituales, solo Emily me hizo una tarta y me regaló una varita mágica que concedía un máximo de cinco deseos.
Esa misma noche, cargado de rabia y de ira, por la falta de afecto que mis padres me demostraban, urdí un plan de venganza, cruel, retorcido y rocambolesco, y le pedí el primer deseo a mi varita: que mis padres se separaran.
Dicho y hecho, al poco tiempo ya notaba que salían menos juntos, cada uno hacía su vida. Mi madre casi todas las noches se ponía muy guapa, se maquillaba y se iba de fiesta a un club nocturno donde bailaba Charleston, cuando llegaba de madrugada a casa escuchaba a mi padre reprocharle que olía a tabaco y a alcohol, a pesar de estar en vigor “la ley seca”
Mi segundo deseo fue hacer que mi madre conociera a un hombre atractivo, triunfador  y mujeriego. A los quince días y, al regresar de su fiesta cotidiana, la oí que comentar que daba por finalizada su relación, porque se había enamorado de un inversor de Bolsa.
Yo me sentí  liberado, la varita había funcionado,  pensé que cada uno se iría a vivir a otra casa y yo me quedaría con Emily, tan feliz. Pero no fue así, durante el litigio del divorcio, los dos decían que me habían criado, mimado y que querían seguir haciéndolo. Se gritaban expresiones como “patria potestad” y “custodia”. Se repartieron, a partes iguales, todo lo que tenían, incluido yo, que cada quince días tenía que cambiar de domicilio, y mi nani conmigo, menos mal.
Tuve que pedir mi tercer deseo: que mi padre, para superar el bache emocional, solicitara a su periódico una corresponsalía en París. Al poco tiempo mi padre tenía tanto trabajo en el extranjero que casi no le veía en la quincena que le correspondía; a pesar de esto, siempre fue amable conmigo y llamaba por teléfono, cada vez que podía. Transcurridos unos años, creo que se volvió a casar. La verdad es que dejó de llamar y de verme, aunque nos permitía vivir en su casa y seguía pagando los gastos en la quincena que le correspondía.
Mi madre, después del divorcio, no tardó en volverse a casar con el que había conocido en el club, su nuevo marido se llamaba Bobby. Bobby trabajaba moviendo capitales y dinero, a golpe de teléfono y nervios, creo que le iría bien porque era muy rico. Yo veía a mi madre muy feliz e ilusionada con su nuevo amor. Tan feliz e ilusionada que no me hacía ni caso. Ella salía, entraba, reía a carcajadas y, cuando cerraba su dormitorio con pestillo, al poco rato la oía gemir y reír nerviosamente.
Un año después, pedí mi cuarto deseo, y se originó gran una crisis económica que hizo que Bobby se arruinara con el desastre de Wall Street, en el que la bolsa se desplomó y el pánico se adueñó de los inversores. Él no se suicidó, como hicieron otros, pero se arruinó, le embargaron y se llevaron todos los muebles y enseres de la casa que compartía con mi madre, solo me dio tiempo a esconder mi querida varita mágica. A partir de entonces, Bobby se recicló y creo se hizo tasador de cuadros o algo así. Ya no fluía tanto dinero, ni gemidos, ni risas. Mi madre mostraba tan poco interés por mí, que no se percató cuando dejé de ir a pasar las quincenas.
El plan perverso que tramé en mi octavo cumpleaños había funcionado a la perfección. Emily yo conseguimos vivir con cierta holgura económica y sin movernos de casa de mi padre. Esa fue la época más feliz de mi vida.
Llegado este punto, voy a pedir mi quinto y último deseo: “Varita mágica, varita mágica, haz que apruebe mañana el examen de Historia sobre la Gran Depresión americana porque en vez de estudiar, me ha pasado toda la tarde escribiendo este relato”.
28/04/2019

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