Desocupado lector de biblioteca, déjame contarte una historia que podría estar ocurriendo justo a tus pies. Es la historia de Guille y Lulú, dos seres fantásticos, que todos los días se encontraban en el pasillo del fondo, a la derecha, donde están la novela épica y los clásicos literarios. Allí se conocieron y allí alimentaron su amor. Allí hablaban, reían, se mordisqueaban y daban rienda suelta a la imaginación. Tenían un desarrollado gusto por los relatos legendarios, se los devoraban en un santiamén y seguían buscando el siguiente. Todo era perfecto hasta que fueron descubiertos por humanos y ordenaron una desratización. Tuvieron que desaparecer por un tiempo, pero hoy se han vuelto a encontrar y, tras un beso apasionado, lo han celebrado, zampándose “Guerra y Paz”.
Yo quería ser chica Almodóvar, como Penélope Cruz en Volver , ocultando el cadáver del marido en un arcón congelador. Pero, para mi infortunio, ese universo ochentero y glamuroso se escapó mientras trabajaba como maestra en una escuela de un pueblo perdido en la sierra de las Villuercas. Hoy, uso tacones más sensatos que lejanos. Ya soy mayor, abuela, y tengo pocas ganas de ese mundo de lucimiento y trasnocheo. El manchego, en cambio, sigue imparable: ha triunfado en Venecia y posa, flanqueado por dos bellezas de piel lechosa, altísimas y que sólo se entienden en inglés: sus nuevas chicas. Cuando pensé que había perdido el tren de la fama, de los cócteles y vestidos llamativos, caí en la cuenta de que vivo en Extremadura, y que ese tren de mi vida salió de la estación con horas de retraso y terminó averiado en mitad de una dehesa y de la noch...
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