Hace dos años me enamoré. Andaba de paseo por mi mente, un día cualquiera del calendario, cuando levanté la vista y allí estaba, entre archivos, informes y fotocopias. Éramos compañeros de trabajo, respirábamos la misma humedad, en una oficina gris y aburrida, donde la rutina se hacía insoportable.
Sin pretenderlo, me dio el subidón de adrenalina, el embelesamiento, el me muero por ti. Mi Romeo, mi jefe, no tenía atractivo ni físico ni psíquico ni nada que se le pareciera ¿Cómo podría encontrar las palabras adecuadas para definir a una persona como él? Quizás tenía un punto frío, sin ser despectivo, algo flaco, de mal color y emocionalmente débil. Una pena de hombre. En términos literarios sería como un lugar común personificado, era lo ya conocido, lo que se debe evitar, lo que no aporta nada nuevo. Entonces, ¿por qué él? Creo que era porque estaba presente en mi vida, porque compartíamos cercanía en las mesas del despacho. Lo cierto es que el idilio surgió y concertamos una cita en la sala de reuniones, donde compartimos arrumacos y lameteos, y, como testigos mudos, los tres cuadros pintados al óleo de los fundadores de la empresa.
Durante el primer año, la novedad del amor hizo que este fuera excitante. La pasión desaforada me secuestró, me esclavizó. En el trabajo no hacía otra cosa que mirarle; me arreglaba, me pintaba y me ponía unos zapatos de tacón de aguja que hacían que me mareara, pero quería ofrecer mi mejor versión. Cuando regresaba a casa y, tumbada en el sofá, cerraba los ojos, lo idealizaba, lo diseñaba, lo pensaba y me tocaba.
El segundo año la pasión se redujo, tenía menos sexo y menos comunicación, como si los temas para charlar se fueran agotando, creo que todo se enfrió; por eso, aquel día quise atreverme a aclararlo todo, a darnos otra oportunidad. Preparé mentalmente mi discurso, practiqué en el espejo y ensayé diferentes maneras de convencerle de que debíamos luchar por nuestro amor. Lo miré tan fijamente que él se dirigió a mí y, con aire casi arrogante pero educado, me preguntó:
—¿Desea algo, señorita García?
—Pues ahora que lo dice, sí. Quiero decirle que usted y yo, señor, hemos compartido instantes especiales en nuestras vidas y en esta oficina, y creo que ha llegado el momento de dar el siguiente paso para que nuestra relación reviva. Ahora bien, si no está dispuesto a luchar por nuestro amor, le solicito el divorcio platónico.
Cuando terminé mi perorata, esperé con expectación la reacción de mi interlocutor, quien entre parpadeos nerviosos y carcajadas preguntó:
— ¿Siguiente paso? ¿Divorcio? ¿Se encuentra bien?
— Claro, señor. Solo estaba tratando de darle un toque erótico festivo a nuestra rutina diaria, pero constato que usted no se ha enterado de nada y que he perdido dos años de mi vida. Así es que ya va siendo hora de que cambie de fantasía. Quizás me enrolle ahora con el del retrato de la sala de reuniones, sí, el del centro, creo que era el abuelo, que tiene un porte discreto pero señorial; un aire tierno, dialogante, amoroso; una sonrisa tímida, dulce; una mirada transparente, azulada…
¡Uy! Creo que me estoy enamorando otra vez.
15/11/2023
Es un texto atractivo desde el inicio. Con argumento divertido, no es esperable y sorprende el desenlace.
ResponderEliminar