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Ana TOC 4f.(Finalista III Certamen literario de relato y poesía del Ayuntamiento de Encinas Reales (Córdoba) 2022

Mi vida es un infierno. Hay personas como Chabela Vargas, en su desgarradora versión, que repiten acciones, ella “volvía y volvía a sus brazos otra vez”, o Miliki con su “así planchaba, así, así”. Pues mi mente sigue esa tónica, mi mente abarca toda una gama de repeticiones y comprobaciones: cuento y recuento escalones, lavo y relavo manos, ordeno y reordeno, miro y remiro, cierro  y recierro botes. Un sinfín de cosas que hacen que mi vida sea un desbarajuste continuo.

Creo que empezaré por el principio. Me llamo Ana y desde que nací pienso, gruño y sufro. Cuando mi madre me daba los biberones, se producía en mí una catarsis si se demoraba solo dos minutos, pero también, y de ahí lo inusual de mi conducta, si se adelantaba. Tenía que coincidir tres horas exactas de reloj, tuviera o no tuviera hambre, eso era lo de menos. Mi cuerpo me pedía un control estricto del tiempo y del espacio. ¿Por qué esa madre mía no se sentaba tranquilamente en el mismo sillón y cada tres horas exactas de reloj, me alimentaba? Ella, en cambio, instintivamente me cogía en brazos colocándome sobre su cadera izquierda y, entre risas, preparaba el biberón y se sentaba en cualquier lugar de la casa a dármelo. Yo me ponía de los nervios y ella tranquila como una siesta en verano.

Terminaba la toma, procedía cambio de pañal. Así que, me enervaba en extremo, si sonaba el teléfono, porque cambiaba de planes y, sin dudarlo, contestaba al auricular, dejándome temporalmente abandonada a mi suerte encima del cambiador.   Estaba deseando cumplir al menos dos años para no depender tanto de familiares cercanos y lavarme y relavarme ese culo que aún no controlaba esfínteres.

Tenía un año y no gateaba, mi padre estaba tan preocupado que me llevó al pediatra, pensando que tendría algún problema en la columna. Iluso él, yo no gateaba porque no quería ensuciarme. Yo me sentaba sin apoyo y mantenía mi cabeza erguida, pero eso de tirarme al suelo a cuatro patas, arrastrándome y, por ende, llevándome todos los gérmenes que hubiera en el pavimento, eso, no iba conmigo. Para que picara, me colocaban mis juguetes preferidos a cierta distancia, pero yo ni me inmutaba y fingía llorar para que no pensaran que no tenía emociones. Ya lo tenía claro, de sentada, pasaría a andar sin pasar por el martirio de deslizar nalgas y barriguita con ayuda de las piernas.

Con veinte meses pensé que ya podía levantarme y echar a andar, pero no fue nada fácil. Di mis primeros pasos de puntilla y sin pisar las juntas de las baldosas.

Mi infancia también fue una locura. En mi colegio todos los compañeros hablaban a la vez y el tono general iba subiendo y subiendo. Yo sufría en silencio, contando las veces que cada uno se levantaba del pupitre o llevando un suma y sigue de las coletillas que D. Manuel iba soltando a lo largo de la mañana, expresiones cómo: ¿Me entendéis? ¿Queda claro? “Miguelito, siéntate”.

Terminando la Secundaria, mis obsesiones ya me impedían hacer una vida normal. En una ocasión, tenía al día siguiente un examen final de Matemáticas, me acosté pronto para que mi mente estuviera todo lo relajada que pudiera conseguir, pero no, aún no me había dormido y a las 12 de la noche, sin saber por qué, empecé a contar secuencias de 1 a 10, sentía ansiedad porque no podía parar de contar, quería llegar a 50, porque era un número redondo, con 6 submúltiplos y mitad de 100. ¿Cuántas llevaba ya? ¿10 ó 12 secuencias? No estoy segura, empezaré de nuevo, me he equivocado, he fallado en alguna serie.

Mientras tanto todos estaban durmiendo, eran las 3 de la mañana y los números en mi cabeza se agolpaban, se amontonaban. Y para rematar, sin saber cómo, mi mente había llegado a una conclusión: “si no consigo completar las secuencias, mi suerte se verá afectada”. Ni que decir tiene que no dormí en toda la noche y suspendí el examen.

Mis primeras sesiones de psicólogos empezaron por aquel entonces. Desde el Psicoanálisis y la terapia Gestalt, he pasado por todas. Yo hablaba y ellos escribían hasta el último detalle. ¡Qué aburrimiento! Algunas veces hasta me inventaba anécdotas para que fuera más divertida la sesión y, paradójicamente, ni lo notaban.

En el Bachillerato, la cosa fue tomando otro matiz, porque mis compañeros me descubrieron un día en los aseos secándome las manos para, a continuación, lavármelas otra vez, y cuando me preguntaron por qué hacía eso, no se me ocurrió otra cosa que responderles que me las volvía a lavar porque se me ensuciaron cuando me las sequé. Un desastre, ese comentario sobraba. A partir de entonces me apodaron “Ana, la kleenex”.

Empecé a estudiar Psicología para profundizar en el conocimiento de la mente, y porque no quería dedicarme a recetar tranquilizantes o estimuladores de serotonina. La carrera me sonó desde el principio, por las interminables horas que yo llevaba de sesiones variadas y somnolientas. Tenía claro que lo primero que haría el terminar mi grado sería un diagnóstico veraz de mi patología e intentaría curarme con autosesiones.

En la Universidad me enamoré de Daniel, cuando le vi por primera vez pensé: “Qué cara más estándar tiene, la anchura de su rostro debe andar por 135 mm. y la longitud de su nariz en torno a 50 mm. Me gusta.

Daniel, brillante estudiante de Informática y Asperger leve, era un hombre de todo o nada, de blanco o negro, de bien o mal, pero nunca neutro y con una larga lista de fobias y manías , como memorizar las estadísticas deportivas o coleccionar objetos. Todo esto unido a mis múltiples obsesiones, nos hacía una pareja sumamente singular.  ¡Vaya par de dos!

Para evitar problemas sociales, Daniel y yo, nos marcamos unas conductas con sus instrucciones a seguir, unas reglas y unas respuestas que fueran oportunas, como hacen los políticos en sus discursos. Nada lo podíamos dejar al azar porque nuestras mentes nos delatarían y no queríamos ser excluidos de la sociedad. Nuestra intención era integrarnos. Yo por ejemplo, estaba contando las veces que parpadeaba mi amiga, a la vez que le respondía que me gustaba cómo iba vestida.

O Daniel, cuando, sin previo aviso,  cambiaron la distribución de los ordenadores en su clase de Robótica y al entrar en el aula y ver la diferente ubicación de los aparatos, su mente se aturdió en extremo, pero disimuló y, simulando mucho interés, su mirada no se despegó del monitor.

Había que vernos en la intimidad, él aleteando sus manos compulsivamente y yo contando las veces que lo hacía por minuto. Al principio de nuestra relación, le tenía que pedir casi permiso si quería abrazarle, tomarle de la mano o besarle, pero una vez que se familiarizó conmigo, vivíamos nuestro amor con una pasión absoluta, desmesurada, al margen incluso del otro. En esos breves momentos a los dos se nos olvidaba nuestros síndromes y dábamos rienda suelta a los instintos.

Nueve meses duró nuestra relación, fue acabar nuestras carreras y tirar cada uno para un extremo de España. Quizás lo mejor que nos pudo pasar, nos seguimos llamando por teléfono, siempre el mismo día del año, a la misma hora y con el mismo mensaje.

Aunque ya lo intuía desde la época de los biberones, cuando me gradué en Psicología Clínica, me autodiagnostiqué TOC.

Ay, Chabela Vargas, échame una mano, porque al ser obsesiva y compulsiva, lo peor vino cuando me fui a vivir sola, pero esa, esa será otra historia.

 




23 de septiembre/2022

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