Querido yo: Te escribo esta carta para despedirme. Me he pasado toda la vida rindiendo culto a la belleza en sus más variadas manifestaciones: proporción, colores, armonía…, sin menospreciar la compasión, la verdad o el sosiego. Y, aunque resulte paradójico, me estoy pasando toda la muerte en una inhóspita y gélida sala de urgencias de un hospital comarcal, rodeado de otros que, como yo, no saben lo que está pasando.
Sé que soy un poco melindroso y paranoico. Esta mañana, sin ir más lejos, me he levantado con diarrea, taquicardia y destemplanza; después de tres test de antígenos, todos negativos, consideré oportuno acercarme a urgencias. Era covid, seguro. En este caso, y a pesar de la reacción, un tanto especial, del equipo médico, la sintomatología me concedía la razón. No lo dudaron y, sin mediar palabra, cogieron una vía y por goteo intravenoso, me administraron un no sé qué. La vida se me iba a borbotones en una soledad fría y desapacible. Esto debe ser la muerte, pensé. Quizás hablaban de intubarme. Quizás mi pronóstico era tan reservado que ni siquiera me lo comunicaron por temor a un empeoramiento. Quizás lo de la llamada, para dar el último adiós a mis seres queridos, se les pasó por alto, de ahí el motivo de esta carta.
Me he quedado traspuesto, creo que me he muerto. Como legado a los científicos, confirmo que el oído es el último sentido que se pierde porque en la lejanía creí escuchar: “Ya está aquí otra vez Javi, el pupas”. Al menos podrían mostrar más respeto y decir: “Javier Martos, el hipocondriaco”. En corros cuchicheaban que era la décima vez que acudía este mes a esas dependencias y que mi historial era el más largo de toda la provincia. Me sorprendió no visualizar el archiconocido túnel negro con una luz al fondo y algún familiar fallecido que te llamara: “Ven, ven”. Lo mío fue todo más simple: me vi suspendido, en un silencio total, rodeado de la paloma trinitaria con su resplandor de rayos dorados y densas nubes azules que envolvían toda la estancia. Lo dicho: Me he muerto y, sin más preámbulos, con tranquilidad y calma, he subido al cielo; ha funcionado lo de trabajar la belleza interior.
Ya estaba esperando que sacaran mi cuerpo de esa destartalada sala cuando oí que se dirigían a mí.
—Javier, Javier, soy Inma, la enfermera de guardia. Se ha presentado hoy muy nervioso y le hemos inyectado un ansiolítico, pero ya está más tranquilo y puede irse a su casa.
Entreabrí un ojo y allí estaba mi sanitaria preferida que, siguiendo la tendencia de moda, se había teñido el pelo de un celeste índigo de lo más fashion.
—Inma, gracias por todo y…fantástico su nuevo tono capilar, pero, ¿no cree que ese azul desconcierta un poco a los moribundos?
Me gusta el primer párrafo, toda una declaración de intenciones. Genisl ese descubtir en el desenlace.
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