Después de tres partos y quince carnavales, le dije a mi marido: “Ya es hora de que nos quitemos el disfraz, de que nos despeinemos, de que todo salte por los aires. Quiero separarme”. Para mi sorpresa, él aceptó de buen grado. Dado su alto compromiso con la Iglesia Católica, puso un único requisito: la nulidad por el Tribunal de la Rota.
Nuestra boda, hace ya tres décadas, fue de alto copete, con misa organizada y concelebrada por el reverendísimo señor obispo y dos de sus presbíteros. La relación de nuestras familias con la jerarquía eclesiástica era excelente, incluso llegamos a compartir tarta y café algunas tardes dominicales. Por eso cuando nos presentamos mi marido y yo en el arzobispado, para pedir la nulidad de nuestro matrimonio, me sorprendió la cara de casi felicidad del obispo, que en lugar de intentar convencernos de que nos diéramos una segunda oportunidad, se limitó a aconsejarnos que un motivo infalible que podríamos aportar era la no consumación. Me pareció un poco paradójico después de tres niños y dos abortos. Es verdad que mi vida sexual era escasa y rutinaria, pero de ahí a matrimonio no consumado... Por segunda vez, el señor obispo organizaba los detalles de mi existencia.
Pasado un tiempo y otra vez soltera y liberada, faltaba cumplir mi sueño, mi asignatura pendiente que, en mi caso, no era aprender a chapurrear algo de inglés, como en la mayoría de las personas de mi entorno; yo quería la apostasía, para lo cual me dirigí nuevamente al palacio episcopal. Y allí estaba él, como esperándome, con más edad, pero idéntico atractivo. Traje chaqueta negro y camisa a caballo entre rojo amaranto y púrpura, todo aderezado con un clériman blanco y una gran cruz, que me recordaba al rapero Tangana. A pesar de su estirado aspecto, el señor obispo me miró, divertido y travieso, mientras me preguntaba: “Qué se te ofrece.” Yo di inicio a mi consabido discurso, ensayado mil veces frente al espejo: “Quiero mi libertad eclesiástica”. “Pues mira —me
respondió—, en eso coincidimos plenamente. Debo confesarte que llevo treinta años mandándote mensajes no verbales, miradas, incluso te encomiendo en mis rezos. No puedo evitar pensar en ti. Si te facilité la nulidad fue para tener alguna posibilidad de conseguir tu amor. Pero soy consciente de que eres una mujer inteligente, guapa, pizpereta…”
El tercer encuentro formal con el obispo fue, digamos que, sorprendente, pero volvió a marcar mi existencia.
Mañana me caso con Javier, que así se llama, pero por lo civil. Él buscará un trabajo pero seguirá siendo obispo, obispo emérito, como el rey. Lo que me convierte en obispa consorte. No sé yo…
19/10/2021
Perfecta forma de introducir el tema (Primer párrafo). Muy bien llevada la historia, la forma en la que estructuras el guion y todo lo que va sucediendo no te deja indiferente, los matices intimistas que nos cuentas, las descripciones y un desenlace con ese paralelismo acertado sobre el rey, donde descubres a Javier. Buen relato
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