Hay novelas livianas, de personajes que se limitan a recrear su cotidiana rutina, y novelones de peso, con verdaderas sagas familiares que afrontan incontables desafíos para sobrevivir a sus desgracias. Hay braguitas, tangas y culottes que están de moda y te hacen sentir más erótica y sensual, y bragas de mayor, con refuerzo y felpa, que te protegen de roces y picores.
Podría resultar interesante comparar la necesidad de leer un libro que te apasione con el hecho de ponerte unas bragas que proporcionen comodidad y bienestar. El libro entra en contacto directo con tu imaginación y con tu sentido de la belleza, mientras que la referida prenda toca otros puntos no menos importantes y placenteros de la vida. Tienen algo en común: sin los dos podemos vivir, y algo que los diferencia: según las estadísticas, se venden muchas más bragas que libros.
Por urgente necesidad sanitaria corporal, me dispuse a buscar las prendas íntimas que se adecuaran a mis exigencias. Pedía poco o mucho, según se mire: comodidad, tejido natural y un tamaño que no fuera demasiado desorbitado. Como hablo tanto, es más, creo que tengo locuacidad, a veces, incoherente, pregunté a amigas, vecinas y allegadas y di con una consensuada opinión.
Pero claro, la dicha no era completa, ya que mi mente sentía una sensación de vacío: el libro que me tenía enganchada estaba a punto de acabar, incluso retrasaba la lectura de su final. Necesitaba empezar otro urgentemente. Así que, de nuevo, sondeé la opinión de mi entorno, a todos les decía: lo quiero que enseñe, que enganche y que me haga mejor persona. Fue un repartidor de Uber Eats el que me iluminó cuando dijo: "Perdone mi atrevimiento, pero creo que es usted como una ametralladora de la palabra. Estoy un poco abrumado tan solo de escucharle, por eso le sugiero que lea El arte de callar, de José Antonio Hernández Guerrero."
Siguiendo el consejo del amable chaval, me hice con un ejemplar del libro y aún tuve tiempo de pasar por una tienda del barrio para comprar un pack de bragas de algodón en tres colores: lilas, a rayas y de flores. Cuánto tiempo anhelando ese momento. Mis dos deseos, ahora guardados en el bolso de mano.
Deseaba llegar a casa para estrenar la braguita lila, ya que era el 8 de marzo y quería darle mi forma y que compartiera conmigo mis ratos de lectura. Sin embargo, el resultado no fue el esperado. La prenda resultó cómoda mientras estuve de pie, pero en cuanto me dispuse a andar unos pasos, noté un ligero tirón a la altura de las nalgas, que me producía cierta zozobra y un atisbo de picor. El desastre se produjo cuando me desparramé en el sofá a leer el libro.
La originalidad del mensaje, el estilo y la forma de escribir me cautivaron. Se trataba de trabajar la interiorización personal, de cultivar el silencio como forma de expresión, de huir de conversaciones banales, llenas de ruido y poco contenido. Era una obra llena de vida y mensaje, aspectos dignos de agradecer ante tanto drama, tormento, densidad y tremendismo.
A todo esto, mientras leía, la susodicha se fue enrollando, atravesó el monte de Venus y se instaló, cual burrito mexicano de carne y frijol, en la parte superior del pubis. Sin dudarlo me liberé de su presión y atadura, apliqué la simple pero sabia idea de que, cuanto menos tienes, menos necesitas y me dejé llevar por esta reflexión, sin filosofar demasiado.
A día de hoy, El arte de callar se ha convertido en mi libro de cabecera. Aún me cuesta esperar el momento adecuado para hablar, pero estoy en ello. En cuanto al otro tema que nos ocupa, sigo a la caza y captura de algún ejemplar en peligro de extinción: “Si alguien encuentra una braga alta, cómoda, que no apriete, que dé morbo y desate pasiones, por favor, que me lo haga saber. Huelga decir que quedan descartadas las de color carne, nude, visón o similar”.
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