Don Arturo era un tipo gris, enjuto, pelo escaso y corto, de piel negruzca, gruesa, llena de pliegues y con una halitosis repugnante. Le observaba, desde la lejanía, cómo se desenvolvía en su despacho, pretendiendo representar su rol de ejecutivo de manual. Inmersa en mis pensamientos intrusivos me hallaba cuando recibo un mensaje de comunicación interna en la que se me señalaba:” Srta. Martínez, pase por mi despacho para que face to face le transmita una información relevante que le afecta directamente”.
Salté de mi sillón como un resorte. Llevaba tres meses esperando ese momento. Cuando entré en el despacho el olor se me hizo nauseabundo. Allá estaba mi jefe, con su mirada sobreactuada y su traje de chaqueta de saldo, camisa blanca de la que asomaban los puños con unos gemelos rojos horripilantes y una corbata a rayas que en nada complementaba al resto de la vestimenta. Todo en él, repulsivo. Todo en él de imitación.
Le quería comunicar su despido… Casi no le dejé terminar la frase y rompí a llorar desconsoladamente, acordándome de la película “Tomates verdes fritos”, según lo previsto. Ese día me había echado más rimmel de la habitual para que, unido a las lágrimas, se desparramaran como canalillos por toda la cara, dando la sensación óptica de un laberinto ensombrecido y de desaliento que me daría un aspecto de una mujer al borde de la desesperación. Puede retirarse y recoger el finiquito en oficinas, dijo D. Arturo sin un ápice de empatía.
Salí del despacho con paso lento y pesado. Todos mis compañeros, jóvenes con grandes ambiciones, miraban apenados y cómplices, pero acobardados, ninguno llegó a pronunciar palabra alguna de consuelo. No se lo reprocho. Aquella oficina de paredes acristaladas, con iluminación led, mobiliario ergonómico y con tenue hilo musical parecía un cementerio viviente.
Abandoné el edificio llorando, como tantas veces había ensayado. Esto no me puede estar pasando, gritaba desconsolada. Qué voy a hacer ahora, recitaba con la cara desencajada y andares torpes. Según el plan trazado, ahora tocaba desayunar, retocar el desaguisado producido en el maquillaje con tanta lágrima, cambiarme los stilettos por unos deportivos, que llevaba a modo anglosajón en la mochila y llamar por teléfono a mi amigo Alberto.
—Alberto, ¿estás libre hoy?, estupendo, pues vente para mi barrio que vamos a celebrar mi despido. Dejo la dieta y nos hacemos dos huevos fritos con patatas , todo acompañado de vinito de pitarra.
—Pero cómo, ¿celebrar tu despido?—Pues sí. Ya estaba harta de la empresa, de la explotación y de cotizar por cuatro horas cuando realmente trabajo diez, así es que tramé un plan: realizar el trabajo sin diligencia, ni interés y faltar reiteradamente, todo con el único objetivo de que me despidieran y cobrar el paro para ponerme a estudiar Ciencias Ambientales y hacerme agente forestal. Te espero en casa, pero antes me paso a comprar el pan de pueblo para mojar con los huevos….
Envuelta en expresiones y andares de júbilo, entró Esther en la panadería.
—Hola Martín. Buenísimos días. Una hogaza de pan, por favor.
—Hola Esther te veo radiante, risueña, aunque con los ojos un poco hinchados. ¿Has llorado?
—Pues la verdad es que mucho, mucho, pero… de alegría. Me han despedido. ¡Bien! ¡Objetivo conseguido!
Aprovechando el buen estado de ánimo de su adorada y utópica enamorada, Martín, henchido de valor, tímidamente dijo:
—Esther, me… me gustas. Uf, por fin me atreví, vaya timidez la mía.
—¿Qué decir? Déjame poner un mensaje y ahora te respondo.
“Alberto. Cambio de planes, comemos juntos mañana y ya te cuento”.
—¿Te apetece unos huevos fritos, Martín?
Y todo ello porque Martín era un hombre sano, cómplice y de mirada tierna. Olía a masa madre, a canela, caramelo y jengibre.
02/02/2021
No deja indiferente, nada es lo que parece, el desenlace abre a mucho más. Me ha gustado mucho
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