Hace una semana maté a mi marido. Y la verdad es que no
sé por qué lo maté. Me lo he preguntado mil veces ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Será
porque nuestra relación era silencio? ¿Será porque entre nosotros solo había
vacío, mármol, frialdad? ¿Será porque ya no nos profesábamos admiración mutua?
Tenía ninguna o mil razones. Lo cierto es que tomé una decisión inapelable y la
ejecuté sin dilación, ni remordimiento.
Cuando conocí a Juan, el difunto por así decirlo, va para veinte años, me pareció un poco cultureta y, en alto grado, snob. Pertenecía a esa clase
de personas que por tener un escogido currículum cultural e intelectual, están
fuera de este mundo soez, grosero y ordinario. Casi todos sus amigos eran, además
de intelectualoides, requisito sine qua
non no se podía pertenecer al grupo, presumidos, narcisistas, hablaban sin
parar de sí mismos y de personas que yo no conocía ni de refilón.
Yo era la antisnob,
pizpireta, fresca, franca y transparente. Creo que todo el selecto grupo
pensaba de mí que tenía poco glamour e imaginación. Creo también que hasta mi
aspecto físico era desaprobado: anchas caderas y pelo rizado. No tenía pinta de
librera o directora de cine. Tampoco leía sus mismos libros incomprensibles, ni
visualizaba sus mismas películas en blanco y negro, versión original. En el gastrocine de los domingos me limitaba a
servir las tapitas y cervezas, porque si me sentaba a intentar comprender la
película, con casi toda probabilidad me quedaba dormida.
En
casa no tenemos televisión, por lo visto es alienante. Nosotros solo escuchamos
debates de la radio. Estoy un poco harta, porque tan acuciante es que en una
sociedad no se lea, con el problemón de incultura e injusticia que eso acarrea,
como que los escritores, y sobre todo si han ganado algún reconocido premio
casi siempre otorgado de antemano, tomen las tertulias. Los escritores, cual
filósofos, opinan de cualquier tema. No se cortan. No me gusta.
A pesar de todo lo anterior, me enamoré de Juan y tuvimos en
común por orden inverso de relevancia: un chalet a las afueras, un perro y un
niño, al que llamamos Samuel, en honor a Samuel Beckett. Paradójicamente, todo el grupo de amigos cercano a nuestro hijo, le
llamaban “Samu”, como si del servicio de urgencias se tratara, nada que ver con
el existencialismo y el cuestionamiento de la
sociedad y del hombre. Nada que ver con el teatro del absurdo. Pura pose. Absurda fue toda nuestra vida en
común.
Hace
un mes y medio, nuestro presidente de gobierno convocó una rueda de prensa y,
con cara de pocos amigos y rictus a lo Arias Navarro cuando anunció el esperado
óbito, lanzó un mensaje que nos dejó ojipláticos:
confinamiento obligatorio en nuestros domicilios porque, según refería, había
un virus suelto por todo el globo terráqueo.
Samuel huyó de la quema y se recluyó en casa de unos amigos,
así que Juan y yo nos quedamos en un vis a vis continuado. Nuestra convivencia fue incalificable. Juan
en la inopia, no se callaba, venga a quejarse, a justificarse a lamentarse. Yo,
por mi parte, me aburría mortalmente,
estaba triste, deprimida y desesperada por el futuro. El mayor roce no siempre
hace más cariño. La convivencia ininterrumpida trajo acarreada fobias, manías,
caprichos y más desencuentros. El confinamiento nos pilló en mal momento, un
año sin sexo y tres sin risas.
Podíamos haber acudido a una terapia de pareja. Nos podíamos
haber escrito una carta profunda con las
fortalezas y debilidades de nuestra relación. Podíamos haber mantenido
una charla sincera. O, por último, haber ido a un abogado amigo y tramitar un covi-divorcio,
pero la verdad es que me dio pereza.
Opté por accionar la Thermomix y, con velocidad 10, triturar
una caja entera de ansiolíticos. Me planteé diluir el mejunje obtenido en
gazpacho, como en “las mujeres” de Almodovar, pero yo quería que su muerte
fuera dulce, así es que le hice natillas con galletas María, que son sus
preferidas. Se zampó un gran cuenco, mientras lo engullía comentaba que solo el
olor le trasladaba a su infancia y que ese color amarillento significaba bla,
bla, bla. Yo esperaba tranquilamente.
Le entró sueño y se fue a la cama, así de fácil. Cuando llamé
al servicio de urgencias y les expliqué que antes del óbito tosía un poco, no
lo dudaron y en el informe y, como causa de la muerte, anotaron: posible
coronavirus. No pudimos velarlo, mi hijo y yo ya lo vamos superando.
12/05/2020
http://www.cervantesvirtual.com/
Nº 42 de la revista Speculum del Club de Letras de la UCA
Me gusta tu forma de escribir tan ágil y levemente humorística. Enhorabuena compi.
ResponderEliminarEs imposible no seguir leyendo con ese inicio en el primer párrafo donde alude a la edad y al asesinato (normalizándolo) además de las dudas o cavilaciones. En qué punto exacto se mezcla lo trivial, lo espontáneo, lo pasajero y lo profundo de esa relación, por un lado la lucidez, por otro la singularidad y comicidad. Muy bueno.
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