Gracias, murmuro, mientras observo a mis hijas parlotear tras
la ventana. Gracias, porque entre ellas y entre risas, hablan con total
desenfado varios idiomas, como si de un juego se tratara. Gracias, porque una
es muy morena y ojos negros, como el padre, y
otra castaña clara, con pecas y ojos marrones, como yo. Gracias.
Creo que empezaré por el principio. Soy sevillana y médica de
familia. Lo tuve claro desde pequeña; mi vocación era y es curar a la gente,
pero en consulta primaria.
El proceso es simple y a la vez complejo: el enfermo acude al
centro de salud, explica qué le sucede: sus angustias, sus síntomas. El médico
escucha, explora, diagnostica, tranquiliza, habla y, si procede, le receta algún medicamento.
Cuando, después del examen MIR y, debido a mi elevada
puntuación, podía escoger entre un abanico amplio de especialidades y yo me
decidí por “Medicina familiar y
comunitaria”, el aplauso del resto de los convocados fue unánime, porque dejaba
libres especialidades tan jugosas y ansiadas como dermatología o cirugía
plástica. Pero yo quería tener un contacto directo con los pacientes, quería
sentir empatía.
Con 30 años elegí mi primer destino y, ¡eureka! “Su primer
contrato laboral será… Mallorca”. Me puse a tocar las palmas de los
nervios, aunque, si lo pienso, solo tenía que haber tocado una sola
vez, porque me dieron Palma. Durante los próximos seis meses pertenecería al
Servicio de Salud de las Islas Baleares o, mejor dicho, Illes Balears. Sería médica rural. No cabía de gozo.
Así como a Ibiza se le relaciona con la jetset, Formentera
con gente alternativa, Palma suena a IMSERSO, a gente mayor. Pero yo me sentía
contenta, había conseguido cumplir parte de mis sueños y con una maleta mediana
me dispuse a afrontar mi futuro laboral y personal.
Después de descansar del viaje, salí a buscar piso y ya me
llevé la primera sorpresa:
Alquiler: 2.000
€ mensuales
Depósito: 2 meses de alquiler.
Comisión agencia: 1,5 meses de alquiler
Depósito: 2 meses de alquiler.
Comisión agencia: 1,5 meses de alquiler
Con lo cual, me vi, en piso compartido con cocina compartida,
baño compartido y… todo compartido, menos cama. Pero era feliz, aunque tan
lejos de Sevilla y en esta casa rodeada de extraños, me sentía pequeña
e insignificante.
A la mañana siguiente y camino del ambulatorio, iba pensando
en lo afortunada que era por haberle dado tanta importancia al aprendizaje de
los idiomas y a que, gracias a mi mente aperturista, hablaba español, inglés y
francés, así que, no tendría problema para conversar con los extranjeros que,
de paso o residentes, acudieran a consulta.
Cuando llegó el ansiado momento y pasó el primer enfermo, me
quedé ojiplática al escuchar a un
señor de mediana edad decir:
—Me nom Tomeu Pons i xerr mallorquí des de petit. ¿Suposa
qualque problema per vostè?
—No, claro que no —contesté con el tono más convincente que
pude.
Aguanté el tirón de la mañana, haciéndome entender, a
trompicones, en mallorquín y catalán; charlando
a ratos con el auxiliar de enfermería, que era de Zafra y con el celador, un
morenazo, nacido en Pakistán, aunque de padre
italiano y que dominaba el urdu, inglés y chapurreaba el italiano.
Aquello más que un centro de salud, parecía la oficina de asuntos externos de
la ONU.
Debido a la dura jornada y a mis desequilibrios
psico-emocionales, dudaba entre tirar la
toalla y volver a mi Sevilla natal, o
apuntarme en un curso semestral e intensivo de catalán y así afrontar mi
destino.
Tras algún titubeo y, animada por Akram, que así se llama el
pakistaní antes compañero de trabajo y ahora compañero de vida, optamos los dos
por empoderarnos y asistir juntos a las clases. Durante esos seis meses de
curso, aprendí mucho más que el idioma de las islas pitiusas.
Hoy, observando cómo, tras la ventana, parlotean mis
variopintas sirenitas, soy consciente de que, hablar idiomas te abre los ojos,
te abre la mente. Te abre al mundo. Gracias, Palma.
Texto trabajado, lleno de matices, bien contado. Pones el dedo en la llaga, o mejor las palabras, en torno al problema real y al mundo global.
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