Salí de la consulta del cardiólogo con un diagnóstico claro, preciso y por escrito. Salí con el firme propósito de cuidarme y de caminar todos los días. Me coloqué los auriculares para, al ritmo de rock urbano, dar mi primer paseo obligado, pero las piernas pesaban demasiado y la cabeza volaba a su antojo. Cuando el grupo empezó a cantar: “… tenía el corazón alicatado hasta el techo”, no lo dudé y cogí ese autobús de línea que me acercaba a casa. Que me acercaba a la ya consabida soledad y frustración. Los asientos de minusválidos estaban libres, pero estar pendiente de todos y cada uno de los que suben, para saber si les tengo que ceder el sitio, me produce desasosiego, así es que dirigí mis pasos hacia la parte trasera, para sentarme en un lateral escondido. Intentaría cerrar los ojos y, como en los metros de ciudades grandes y cosmopolitas, dormitar y despertar, justo cinco segundos antes de llegar a mi parada, como si un mecanismo interno se accionara dentro del cerebro. P