Salí de
la consulta del cardiólogo con un diagnóstico claro, preciso y por escrito.
Salí con el firme propósito de cuidarme y de caminar todos los días. Me coloqué
los auriculares para, al ritmo de rock urbano, dar mi primer paseo obligado, pero
las piernas pesaban demasiado y la cabeza volaba a su antojo. Cuando el grupo
empezó a cantar: “… tenía el corazón alicatado hasta el techo”, no lo dudé y cogí
ese autobús de línea que me acercaba a casa. Que me acercaba a la ya consabida
soledad y frustración.
Los asientos de
minusválidos estaban libres, pero estar pendiente de todos y cada uno de los
que suben, para saber si les tengo que ceder el sitio, me produce desasosiego,
así es que dirigí mis pasos hacia la parte trasera, para sentarme en un
lateral escondido.
Intentaría
cerrar los ojos y, como en los metros de ciudades grandes y cosmopolitas,
dormitar y despertar, justo cinco segundos antes de llegar a mi parada, como si
un mecanismo interno se accionara dentro del cerebro. Pero no era el caso, este
autobús daba muchos frenazos y era imposible amodorrarse. Así y todo, me quedé
con los ojos entreabiertos, cavilando en mi cardiopatía, en la horrible vida
que llevaba, en mis tragedias cotidianas y en mi autodiagnosticada depresión.
Estaba a
punto de llorar por mi mala fortuna generalizada, cuando me atizaron un pisotón
que terminó inflamando, aún más, el ojo de gallo interdigital que, por cierto,
también me estaba arruinando la vida. Abrí un párpado para insultar y machacar al osado maltratador
de pies y… allí estaba ella: atractiva, robusta, con una discreta melena rubia
y unos grandes ojos, color miel, que me miraban.
Sin
pretenderlo y, debido al mencionado pisotón, me abalancé bruscamente sobre
ella, la dejé casi empotrada debajo de mi cuerpo y nuestras caras quedaron
pegadas, nuestros labios se rozaron y nuestras pieles temblaron por ese
contacto fortuito. La complaciente depresión se esfumaba por momentos y mi
corazón empezó a palpitar, no con taquicardia, pero parecido.
Ella se
escabulló de mis brazos y se dirigió a la puerta para bajarse en la parada
siguiente. La seguí, no podía hacer otra cosa que ir al encuentro del destino y
vivir intensamente ese momento imprevisto en mi rutinaria vida.
Cuando bajamos
del autobús, casi por instinto, nos cogimos de la mano. Tras callejear, entre miradas
y besos furtivos, llegamos a un portal, para mí desconocido, que conducía a un
piso ajeno, pero en ese momento, cómplice. Ya me veía recorriendo
su cuerpo. Ni en mis fantasías sexuales más recónditas lo hubiera imaginado.
Nos amamos atolondradamente en cada rincón de la casa. Al menos
yo, no sabía muy bien lo que aquella rubia mujer requería, cuál era el
protocolo a seguir en estos casos. Me limité a dar rienda suelta al instinto. Era
la primera vez que me veía en esos menesteres.
Los poderosos y firmes abrazos de esa
desconocida transmitían
sosiego, paz y energía cósmica; fueron como una
sesión de Reiki, pero a lo bestia. Perdí
la noción del tiempo, cuánto duró todo: cinco minutos, tres horas, toda la
noche.
Después
de una larga y ya menos apasionada ducha, deduje por su mirada que había
terminado nuestro encuentro.
Nunca antes
había estado con otra mujer. Era mi primera experiencia
transgresora y me enseñó que el sexo no
tiene sexo, y… que un buen rato de juego amoroso es de lo más terapéutico para
el ritmo cardiaco, la presión arterial y el colesterol.
11/11/2019
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