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51. Champú de camomila


Salí de la consulta del cardiólogo con un diagnóstico claro, preciso y por escrito. Salí con el firme propósito de cuidarme y de caminar todos los días. Me coloqué los auriculares para, al ritmo de rock urbano, dar mi primer paseo obligado, pero las piernas pesaban demasiado y la cabeza volaba a su antojo. Cuando el grupo empezó a cantar: “… tenía el corazón alicatado hasta el techo”, no lo dudé y cogí ese autobús de línea que me acercaba a casa. Que me acercaba a la ya consabida soledad y frustración.
Los asientos de minusválidos estaban libres, pero estar pendiente de todos y cada uno de los que suben, para saber si les tengo que ceder el sitio, me produce desasosiego, así es que dirigí mis pasos hacia la parte trasera, para  sentarme en un lateral escondido.
Intentaría cerrar los ojos y, como en los metros de ciudades grandes y cosmopolitas, dormitar y despertar, justo cinco segundos antes de llegar a mi parada, como si un mecanismo interno se accionara dentro del cerebro. Pero no era el caso, este autobús daba muchos frenazos y era imposible amodorrarse. Así y todo, me quedé con los ojos entreabiertos, cavilando en mi cardiopatía, en la horrible vida que llevaba, en mis tragedias cotidianas y en mi autodiagnosticada depresión.
Estaba a punto de llorar por mi mala fortuna generalizada, cuando me atizaron un pisotón que terminó inflamando, aún más, el ojo de gallo interdigital que, por cierto, también me estaba arruinando la vida. Abrí un párpado  para insultar y machacar al osado maltratador de pies y… allí estaba ella: atractiva, robusta, con una discreta melena rubia y unos grandes ojos, color miel, que me miraban.
Sin pretenderlo y, debido al mencionado pisotón, me abalancé bruscamente sobre ella, la dejé casi empotrada debajo de mi cuerpo y nuestras caras quedaron pegadas, nuestros labios se rozaron y nuestras pieles temblaron por ese contacto fortuito. La complaciente depresión se esfumaba por momentos y mi corazón empezó a palpitar, no con taquicardia, pero parecido.
Ella se escabulló de mis brazos y se dirigió a la puerta para bajarse en la parada siguiente. La seguí, no podía hacer otra cosa que ir al encuentro del destino y vivir intensamente ese momento imprevisto en mi rutinaria vida.
Cuando bajamos del autobús, casi por instinto, nos cogimos de la mano. Tras callejear, entre miradas y besos furtivos, llegamos a un portal, para mí desconocido, que conducía a un piso ajeno, pero en ese momento, cómplice. Ya me veía recorriendo su cuerpo. Ni en mis fantasías sexuales más recónditas lo hubiera imaginado.
Nos amamos atolondradamente en cada rincón de la casa. Al menos yo, no sabía muy bien lo que aquella rubia mujer requería, cuál era el protocolo a seguir en estos casos. Me limité a dar rienda suelta al instinto. Era la primera vez que me veía en esos menesteres.
Los poderosos y firmes abrazos de esa desconocida transmitían sosiego, paz y energía cósmica; fueron como una sesión de Reiki, pero a lo bestia. Perdí la noción del tiempo, cuánto duró todo: cinco minutos, tres horas, toda la noche. 
Después de una larga y ya menos apasionada ducha, deduje por su mirada que había terminado nuestro encuentro.
Nunca antes había estado con otra mujer. Era mi primera experiencia transgresora y me enseñó que el sexo no tiene sexo, y… que un buen rato de juego amoroso es de lo más terapéutico para el ritmo cardiaco, la presión arterial y el colesterol.
Desaparecí llevando conmigo la fragancia y el aroma herbal  de su champú de camomila.









11/11/2019

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