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43 Las tres locas


Perdí mi despertador, perdí mi calendario semanal, formato A8 colgado en el corcho de la cocina, perdí mi cámara de fotos, que incluso era compacta y
digital, perdí mi periódico, con su suplemento dominical, que cuando lo leía lograba obtener el grado de abstracción más placentero de toda la semana.  Perdí todo eso y me conformo, pero me niego a perder a mis dos amigas de la infancia.
Ana, Toñi y yo misma éramos, y somos, amigas íntimas –que se decía antes-, cuando nuestros padres coincidieron trabajando en Guadalajara. Teníamos en torno a los doce años y, desde entonces, somos fieles a nuestra amistad. La vida nos desparramó por diferentes puntos de la península, pero siempre hemos mantenido el contacto. Al principio nos escribíamos cartas y postales que enviábamos por Correos, después nos llamábamos con el teléfono fijo del salón de nuestros padres, luego llamadas con nuestro móvil, para pasar posteriormente a formar un grupo de whatsapp al que llamamos “las tres locas”.

Aunque geográficamente estamos lejos, nos sentimos cercanas y presentes, sabemos de nuestras idas y venidas, de nuestros amores y desencuentros. El grupo arde cuando planteamos alguna novedad. Reímos, lloramos y nos ayudamos. Somos un poco histriónicas y exageradas. Nos autodefinimos como joviales, optimistas y dicharacheras. Son tantos los mensajes del grupo que yo, que soy menos asidua a la red, casi no dispongo de tiempo para leerlos todos y ellas, no sé cómo, lo saben y me reprochan la falta de interés, con emoticonos varios, por supuesto.

Lo más importante es que una vez al año, nos reencontramos, deseamos vernos en persona para tocarnos, sentirnos, hablar las tres a la vez, interrumpirnos. Si sale algún tema conflictivo casi nos peleamos porque somos las tres igual de vehementes. Pero al final nos reímos a carcajadas porque, a pesar del paso de los años, seguimos siendo las mismas amigas íntimas de antaño.

Este año nuestra cita será en un punto equidistante, en Cabo de Gata, queremos pasear por la orilla del mar y recordar todo aquello que nos une o nos desune, según se mire.

Llegado el día d  y, ya con el primer abrazo, noté que Ana estaba gordita y que Tony parecía estropeada. No les comenté nada porque yo este año hacía pleno al quince y estaba más rechoncha y también más desmejorada, con lo cual agradecí que fueran tan tolerantes y discretas  y no hicieran ningún comentario. También es verdad que ni me miraron porque estaban enviando un Whatsapp a sus familias para comunicarles que habían llegado bien. Yo estaba loca por empezar nuestra primera charla y, entre risas, contarnos in situ las últimas novedades de nuestras vidas.

Nos dirigimos a la playa para realizar nuestro primer paseo. Pasados unos dos minutos sonó el móvil de Ana y, tras pedir disculpas, se dispuso a hablar con una amiga  y a escasos segundos, el otro, el de Toñi. Ver para creer, mis dos amigas me habían hecho recorrer 400 km para ponerse a hablar con personas que estaban lejanas y por un tema nada urgente. Yo, en el centro, no daba crédito. No me lo podía creer. Aún ahora, no me lo puedo creer. No.

Para no perder la calma, relajar mi mente y no agarrarme un soberano enfado, me concentré en el mar, en escuchar el sonido de las tímidas olas al romper  y en visualizar la hermosura de su azul, en su olor,  su temperatura, su brisa, en la inmensidad de la superficie del agua... todo muy romántico y profundo, todo muy de prosa poética. Pero, a los 20 minutos y, viendo que ambas dos seguían de cháchara ajena, con el teléfono en sus respectivas orejas, ya paso de transmitir sentimientos, sensaciones e impresiones romanticonas y me dispongo específicamente a narrar los hechos y en un lenguaje coloquial, para que se me entienda mejor.

Inicié mi retirada, me sentí ninguneada y me fui. Pienso que ni se percataron de mi suplicante mirada, reclamando una mínima atención. Llegué al hotel, desconecté mi móvil, y me empecé a escribir este relato. Ya estaba llegando  al desenlace,  con los ánimos más calmados, aunque molesta, me moría de curiosidad por saber si me habían escrito algún mensaje, así que, ávida de buenas nuevas, conecté de nuevo mi teléfono y fue increíble: 47 mensajes de disculpas y sorrys, 15, los conté, emoticonos de la cara que manda un beso con un corazón y 3 selfies de las dos locas con las manos en oración suplicando perdón.

¡Vaya con la era digital!, pensé. Este aparato endemoniado, está apoderándose de nuestras vidas. Ante la disyuntiva, terminé perdonándolas, porque no quiero perderlas y porque no voy a consentir que el dichoso móvil me aleje de mis dos íntimas amigas. No hoy. No ahora.

Yayo Gómez

17/08/2019

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