Perdí mi despertador, perdí mi calendario semanal, formato A8 colgado en
el corcho de la cocina, perdí mi cámara de fotos, que incluso era compacta y
digital, perdí mi periódico, con su suplemento dominical, que cuando lo leía
lograba obtener el grado de abstracción más placentero de toda la semana. Perdí todo eso y me conformo, pero me niego a
perder a mis dos amigas de la infancia.
Ana, Toñi y yo misma éramos, y somos, amigas íntimas –que se
decía antes-, cuando nuestros padres coincidieron trabajando en Guadalajara.
Teníamos en torno a los doce años y, desde entonces, somos fieles a nuestra
amistad. La vida nos desparramó por diferentes puntos de la península, pero
siempre hemos mantenido el contacto. Al principio nos escribíamos cartas y
postales que enviábamos por Correos, después nos llamábamos con el teléfono
fijo del salón de nuestros padres, luego llamadas con nuestro móvil, para pasar
posteriormente a formar un grupo de whatsapp al que llamamos “las tres locas”.
Aunque geográficamente estamos lejos, nos sentimos cercanas y presentes,
sabemos de nuestras idas y venidas, de nuestros amores y desencuentros. El
grupo arde cuando planteamos alguna novedad. Reímos, lloramos y nos ayudamos.
Somos un poco histriónicas y exageradas. Nos autodefinimos como joviales, optimistas y dicharacheras. Son tantos los
mensajes del grupo que yo, que soy menos asidua a la red, casi no dispongo de
tiempo para leerlos todos y ellas, no sé cómo, lo saben y me reprochan la falta
de interés, con emoticonos varios, por supuesto.
Lo más importante es que una vez al año, nos reencontramos, deseamos
vernos en persona para tocarnos, sentirnos, hablar las tres a la vez,
interrumpirnos. Si sale algún tema conflictivo casi nos peleamos porque somos
las tres igual de vehementes. Pero al final nos reímos a carcajadas porque, a
pesar del paso de los años, seguimos siendo las mismas amigas íntimas de
antaño.
Este año nuestra cita será en un punto equidistante, en Cabo
de Gata, queremos pasear por la orilla del mar y recordar todo aquello que nos
une o nos desune, según se mire.
Llegado el día d y, ya con el primer abrazo, noté que Ana
estaba gordita y que Tony parecía estropeada. No les comenté nada porque yo
este año hacía pleno al quince y estaba
más rechoncha y también más desmejorada, con lo cual agradecí que fueran tan
tolerantes y discretas y no hicieran
ningún comentario. También es verdad que ni me miraron porque estaban enviando
un Whatsapp a sus familias para comunicarles que habían llegado bien. Yo estaba
loca por empezar nuestra primera charla y, entre risas, contarnos in situ las últimas novedades de
nuestras vidas.
Nos dirigimos a la playa para realizar nuestro primer paseo. Pasados
unos dos minutos sonó el móvil de Ana y, tras pedir disculpas, se dispuso a
hablar con una amiga y a escasos segundos,
el otro, el de Toñi. Ver para creer, mis dos amigas me habían hecho recorrer
400 km para ponerse a hablar con personas que estaban lejanas y por un tema
nada urgente. Yo, en el centro, no daba crédito. No me lo podía creer. Aún
ahora, no me lo puedo creer. No.
Para no perder la calma, relajar mi
mente y no agarrarme un soberano enfado, me concentré en el mar, en escuchar el
sonido de las tímidas olas al romper y en
visualizar la hermosura de su azul, en su olor, su temperatura, su brisa, en la inmensidad de
la superficie del agua... todo
muy romántico y profundo, todo muy de prosa
poética. Pero, a los 20 minutos y, viendo que ambas dos seguían de cháchara
ajena, con el teléfono en sus respectivas orejas, ya paso de transmitir
sentimientos, sensaciones e impresiones romanticonas y me dispongo
específicamente a narrar los hechos y en un lenguaje coloquial, para que se me
entienda mejor.
Inicié mi retirada, me sentí ninguneada y me fui. Pienso que ni se
percataron de mi suplicante mirada, reclamando una mínima atención. Llegué al
hotel, desconecté mi móvil, y me empecé a escribir este relato. Ya estaba
llegando al desenlace, con los ánimos más calmados, aunque molesta,
me moría de curiosidad por saber si me habían escrito algún mensaje, así que, ávida
de buenas nuevas, conecté de nuevo mi teléfono y fue increíble: 47 mensajes de
disculpas y sorrys, 15, los conté,
emoticonos de la cara que manda un beso con un corazón y 3 selfies de las dos
locas con las manos en oración suplicando perdón.
¡Vaya con la era digital!, pensé. Este aparato endemoniado,
está apoderándose de nuestras vidas. Ante la disyuntiva, terminé perdonándolas,
porque no quiero perderlas y porque no voy a consentir que el dichoso móvil me
aleje de mis dos íntimas amigas. No hoy. No ahora.
Yayo Gómez
17/08/2019
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