Mi vida es un infierno. Hay personas como Chabela Vargas, en
su desgarradora versión, que repiten acciones, ella “volvía y volvía a sus
brazos otra vez”, o Miliki con su “así planchaba, así, así”. Siguiendo esa
tónica, mi mente abarca toda una gama de repeticiones y comprobaciones: cuento
y recuento escalones, lavo y relavo manos, ordeno y reordeno, miro y remiro, cierro
y recierro
botes y un sinfín de cosas que hacen que mi vida sea un sin vivir y un
desbarajuste continuo.
Creo que empezaré por el principio. Me llamo Ana Selles
García, como ocurre casi siempre, tanto mi padre como mi abuelo también se
apellidan Selles, pero ambos tienen por nombre Otto y, aunque suene un poco a
guasa, los dos son argentinos y psicólogos. Yo, soy sevillana y, fiel a la
tradición familiar, soy Psicóloga Clínica. Los tres tenemos en común varios aspectos vitales. Aparte del ADN, los tres somos digamos que inusuales, quisquillosos y
maniáticos en extremo, por eso a los tres nos apodan Manías Selles.
No tenemos culpa que, desde el momento de nuestro nacimiento,
nos encasquetaran nombre y apellido palíndromos, o sea, que se leen igual de
izquierda a derecha que de derecha a izquierda. Lo que en números sería
capicúa. Ese detalle, en principio poco importante, puede marcar la vida. Y
ahora viene lo característico: nací el 08/11/80 a las 8:08 p.m., mido 1.71 cm,
peso 66 kg y vivo en la calle Rodador número 44, 4º piso.
Físicamente soy de raza blanca, pelo corto teñido de rubio y
ojos castaños. Mi cara es alargada y mi nariz generosa. Tengo dientes grandes y
brazos flacos. Soy fría pero no despectiva. En definitiva, me veo asimétrica, desproporcionada y antiestética.
Pero mi mente no es tan fácil de describir. Estoy siempre un poco
atribulada, para que se me entienda haré un símil con unas cajitas de
caramelos, mientras que en la mente de casi todos esos caramelos TIC TAC están dentro del recipiente sin
un orden aparente. Yo lo concibo todo organizado. El control generalizado
refleja el esqueleto de mi mente TOC. Si no me rodeo de simetría y
orden, mi mente no se ilumina, es más, se va difuminando. Con todo lo anterior,
creo que podréis sentir cierta empatía por mis múltiples obsesiones cotidianas.
Por eso yo me llamo a mí misma: Ana TICTACTOC.
Los Ottos de mi familia son
atractivos, melosos, atentos, con grandes habilidades sociales, entretenidos y
sus conversaciones son de lo más ingeniosas… ya dije que eran argentinos.
El
único problema de los Ottos es que
“les gusta gustar”. Los dos son infieles por naturaleza y adictos al enamoramiento
y a sus efectos colaterales. Viven en Rosario (Argentina). Hace años que no les
veo, pero no les echo de menos porque tanta palabrería me aturde. Aunque creo
que están casados por tercera o cuarta vez, igual tengo hermanos o tíos que ni
conozco.
Por el contrario, el resto de la familia, mi madre Ana y mi hermana Ada, son desinhibidas, alegres, risueñas, despreocupadas y
vehementes. Parecen felices, le dan a casi todo una importancia relativa y
viven rigurosamente el presente. Si hay que elegir entre limpiar y ordenar o ir
al cine, no lo dudan, por supuesto van a ver esa película de estreno con tanta
fama. Mientras yo me quedo en casa colocando y recolocando ropa y demás
enseres.
Ya lo decía Mendel con sus leyes, cada carácter se hereda y después de
varios cruces genéticos, los resultados de la combinación de cromosomas pueden
ser sorprendentes. ¿Qué cómo llegó el científico a esta conclusión? Pues con
mucha paciencia y legumbres o verduras tipo guisantes.
En mí se ha dado la evolución de la especie y he salido mucho
más pura en esta enfermedad que mis antecesores masculinos.
Mi madre siempre ha sido incompatible con mi padre y se separaron casi
antes de casarse. Los primeros años de su matrimonio vivieron en Rosario
(Argentina) y, después el divorcio ella se trasladó a su Sevilla natal, con lo cual
mi hermana y yo nos hemos criado en tierras andaluzas. Mi madre es moderna, risueña, de aspecto juvenil y vivaracha. Mamá Ana, como me gusta llamarla, también es una abnegada y vocacional maestra de primaria.
Ada, mi única hermana, estudió
Bellas Artes, y es pintora de brocha fina o gorda, según el presupuesto que
tenga ese mes. Vive en Londres. Es alternativa, abierta de mente, viajera
empedernida y empática. Siempre le pregunto que a qué tribu urbana pertenece y
ella se limita a reírse. Yo creo que es hipster, porque es alternativa pero sin ser demasiado rompedora. Es
culta, le gusta la lectura y el cine, defiende el medio ambiente y se opone al
consumismo. Nos vemos de vez en
cuando, aunque nuestra relación es difícil, fundamentalmente por mi actitud
obstinada y mi mente cuadriculada y cerrada. Ya digo… mi vida es un infierno.
Desde pequeña fui consciente de que había en mí algo diferente, que yo no funcionaba como los
demás bebés. Cuando mi madre me daba los biberones
cada tres horas, se producía en mí una catarsis
si se demoraba solo dos minutos, pero también, y de ahí lo inusual de mi
conducta, si se adelantaba. Tenía que coincidir tres horas exactas de reloj,
tuviera o no tuviera hambre, eso era lo de menos. Mi cuerpo me pedía un control
estricto del tiempo y del espacio. ¿Por qué esa madre mía no se sentaba
tranquilamente en el mismo sillón y cada tres horas exactas de reloj, me
alimentaba? Ella, en cambio, instintivamente me cogía en brazos colocándome
sobre su cadera izquierda y, entre risas, preparaba el biberón y se sentaba en
cualquier lugar de la casa a dármelo. Yo me ponía de los nervios y ella
tranquila como una siesta en verano.
Terminaba la toma, procedía cambio de pañal. Así que, me
enervaba en extremo, si sonaba el teléfono, porque mi madre cambiaba de planes
y, sin dudarlo, contestaba al auricular, dejándome temporalmente abandonada a
mi suerte encima del cambiador. Estaba
deseando cumplir al menos dos años para no depender tanto de familiares
cercanos y lavarme y relavarme ese culo que aún no controlaba esfínteres.
Tenía ya 12 meses y no gateaba, mi
padre estaba tan preocupado
que me llevó al pediatra, pensando que tendría
algún problema en la columna. Ilusa él, yo no gateaba porque no quería
ensuciarme. Yo me sentaba sin apoyo y mantenía mi cabeza erguida, pero eso de
tirarme al suelo a cuatro patas, arrastrándome y, por ende, llevándome todos
los gérmenes que hubiera en el pavimento, eso, no iba conmigo. Para que picara,
me colocaban mis juguetes preferidos a cierta distancia, pero yo ni me inmutaba
y fingía llorar para que no pensaran que no tenía emociones. Ya lo tenía claro,
de sentada, pasaría a andar sin pasar por el martirio de deslizar nalgas y
barriguita con ayuda de las piernas.
Con 20 meses pensé que ya podía
levantarme y echar a andar, pero no me fue nada fácil. Di mis primeros pasos de
puntilla y sin pisar las rayas del suelo, con lo cual era un numerito verme.
Como no quería caerme al sucio suelo lloraba y lloraba para que alguien de mi
familia me ayudara y me cogiera de los brazos. Poco a poco fue apoyando la
planta del pie, pero la obsesión por no pisar las juntas de las baldosas del
suelo, duró toda mi vida de TOC.
Por fin a los 2 años y medio, ya casi me lavaba, comía
y caminaba sola… ¡Lo había conseguido!
Mi infancia también fue una locura. Ya vivíamos en Sevilla y,
al menos, en mi colegio todos mis compañeros hablaban a la vez y el tono
general iba subiendo y subiendo. Yo sufría en silencio, contando las veces que
cada uno se levantaba del pupitre o llevando un suma y sigue de las coletillas que D. Manuel iba soltando a lo
largo de la mañana, expresiones cómo: ¿Me entendéis? ¿Queda claro? “Miguelito,
siéntate”.
Terminando la Secundaria, mis
obsesiones ya me impedían hacer una vida
normal. Para que os hagáis una idea,
en una ocasión, tenía al día siguiente un examen final de Matemáticas, me
acosté pronto para que mi mente estuviera todo lo relajada que pudiera
conseguir, pero no, aún no me había dormido y a las 12 de la noche, sin saber
por qué, empecé a contar secuencias de 1 a 10, sentía ansiedad porque no podía
parar de contar, quería llegar a 50, porque era un número redondo, con 6
submúltiplos y mitad de 100.
¿Cuántas llevaba ya? ¿10 ó 12 secuencias? No estoy segura,
empezaré de nuevo, me he equivocado, he fallado en alguna serie.
Mientras tanto todos estaban durmiendo, eran las 3 de la
mañana y los números en mi cabeza se agolpaban, se amontonaban. Y para rematar,
sin saber como, mi mente había llegado a una conclusión: “si no consigo
completar las secuencias, mi suerte se verá afectada, suspenderé mi examen”. Ni
que decir tiene que no dormí en toda la noche y suspendí el examen.
Mis primeras sesiones de psicólogos empezaron por aquel
entonces. Desde el Psicoanálisis y la terapia Gestalt, he pasado por todas. Yo
hablaba y ellos escribían hasta el último detalle. ¡Qué aburrimiento! Algunas
veces hasta me inventaba anécdotas para que fuera más divertida la sesión y,
paradójicamente, ellos ni lo notaban.
En el Bachillerato, la cosa fue
tomando otro matiz, porque mis compañeros me descubrieron un día en los aseos
secándome las manos para, a continuación, lavármelas otra vez, y cuando me
preguntaron por qué hacía eso, no se me ocurrió otra cosa que responderles que
me las volvía a lavar porque se me ensuciaron cuando me las sequé. Un desastre,
ese comentario sobraba. Tenía que controlar la información sobre mi mente para
que la gente no se riera de mí. A partir de entonces me apodaron “la kleenex”.
Empecé a estudiar Psicología,
porque quería profundizar en el conocimiento de la mente, y porque no quería dedicarme
a recetar tranquilizantes o estimuladores de serotonina. La carrera me sonó
desde el principio, por las interminables horas que yo llevaba de sesiones
variadas y somnolientas. Tenía claro que lo primero que haría el terminar mi
grado sería un diagnóstico veraz de mi patología e intentaría curarme con
autosesiones.
En la Universidad me enamoré de Daniel, cuando le vi por
primera vez pensé: “Qué cara más estándar tiene, la anchura de su cara debe
andar por 135 mm. y la longitud de su nariz en torno a 50 mm.” “me gusta”.
Daniel, brillante estudiante de Informática y un poco
Asperger, era un hombre de todo o nada, de blanco o negro, de bien o mal, pero
nunca neutro y con una larga lista de fobias y manías , como memorizar las
estadísticas deportivas o coleccionar objetos. Todo esto unido a mis múltiples
obsesiones, nos hacía una pareja sumamente singular. ¡Vaya par de dos!
Para evitar problemas sociales, Daniel y yo, nos marcamos
unas conductas con sus instrucciones a seguir, unas reglas y unas respuestas
que fueran oportunas, como hacen los políticos en sus discursos. Nada lo
podíamos dejar al azar porque nuestras mentes nos delatarían y no queríamos ser
excluidos de la sociedad. Nuestra intención era integrarnos. Yo por ejemplo,
estaba contando las veces que parpadeaba mi amiga, a la vez que le respondía
que me gustaba cómo iba vestida.
O Daniel, cuando, sin previo
aviso, cambiaron la distribución de los
ordenadores en su clase de Robótica y al entrar en el aula y ver la diferente
ubicación de los aparatos, su mente se aturdió en extremo, pero disimuló y
simulando mucho interés su mirada no se despegó del monitor.
Había que vernos en la intimidad, él aleteando sus manos
compulsivamente y yo contando las veces que lo hacía por minuto. Al principio
de nuestra relación, le tenía que pedir casi permiso si quería abrazarle,
tomarle de la mano o besarle, pero una vez que se familiarizó conmigo, vivíamos
nuestro amor con una pasión absoluta, desmesurada, al margen incluso del
otro. En esos breves momentos a los dos se nos olvidaba nuestros síndromes y
dábamos rienda suelta a nuestros instintos.
Un año duró nuestra relación, fue acabar nuestras carreras y
tirar cada uno para un extremo de España. Quizás lo mejor que nos pudo pasar, nos
seguimos llamando por teléfono de vez en cuando.
Aunque ya lo intuía desde la época de los biberones, a los
dos meses de mi graduación en Psicología Clínica, me autodiagnostiqué TOC (Trastorno
Obsesivo-Compulsivo), pero puramente obsesivo, también conocido como
Pure O, porque además de ser TOC de los que la gente ve, también practico
compulsiones escondidas, que ya iré explicando.
Me fui a vivir sola al poco tiempo, y creo que los síntomas
de mi patología se multiplicaron porque ya no tenía que recitar las respuestas
oportunas o fingir mi interés por contar o por el orden, ya podía dar rienda
suelta a mis obsesiones.
Tardé casi medio año en colocar el
armario: puse la ropa separada por prendas: faldas, pantalones, blusas,
vestidos, y por colores, del más claro al más oscuro. Los calcetines ordenados
por largo y color. Las panties y medias también. El problema es que siempre
había algún detalle mejorable, esa braguita descolocada o ese abrigo con un
largo excesivo. Todo este orden lo realizaba en condiciones higiénicas
adecuadas, es decir, con guantes de látex, para no contaminar la ropa de
gérmenes inesperados.
Jamás he gastado tantos guantes de látex como durante esos terribles años en los que mi enfermedad
cabalgaba en libertad. Los llevaba
siempre en el bolso o en el bolsillo. Era imprescindible para mí tenerlos
cerca. Como en público me daba un poco de reparo ponérmelos, evitaba tocar los
picaportes o pomos de las puertas, sostener papeles, carpetas, dar la mano o pulsar
un interruptor de la luz.
Agarrarme a una barra del autobús era un verdadero problema
para mí pero me las arreglaba con el codo siempre que estuviese protegido con una
manga de un jersey, de un abrigo o de una blusa y, en ocasiones, prefería ir
dando tumbos hasta mi destino, con el peligro que ello comportaba para mi
integridad física.
En ocasiones salía con mi amiga Cristina, pero ya le tenía dicho
que me tenía que avisar al menos cuatro horas antes, porque previo a meterme en
la ducha debía elegir el equipito que me iba a poner, seleccionar colores,
texturas y complementos. Y, por supuesto, terminado el proceso, colocar todo
encima de la cama, con exactitud milimétrica, para ver el efecto final. Una
tarea que me dejaba extenuada.
Ese sábado por la noche, y con la antelación suficiente, habíamos quedado
en el Pub Poniente a las 20:02 h. Tardé bastante en componer todo, y a las 19:42
h. ya estaba arreglada y perfumada y bajando los 27 peldaños que separaban mi
piso de la calle.
Nada más cruzar el umbral, vinieron a mi mente la consabida
retahíla de preguntas recurrentes:
¿Desenchufé la plancha del pelo? ¿Quién me mandaría
alisármelo? ¿Subo y lo compruebo o me arriesgo a un cortocircuito e incendio
posterior del edificio?
Subo los 27 peldaños y, efectivamente, está desenchufada. Un
problema menos, pienso. Bajo los 27 escalones y otra vez en la calle.
¿Y las llaves? Con las prisas las he dejado dentro del piso o
las llevo en el bolso. Sí, sí, las llevo en el bolsillo exterior del bolso.
¿La cartera? En el bolsillo del pantalón, para poder tocarla
repetidas veces y comprobar que no me la han robado. ¿Habré colocado los
billetes de menor a mayor y con la cara mirándome? Lo comprobaré en un momento, de lo contrario estaré inquieta todo el rato.
¿El móvil? ¿Está colocado en su sitio, dentro del bolsillo
interior izquierdo? ¿Hay mensajes pendientes de leer? Sí, menos mal que he
mirado, hace cuatro segundos llegó uno de correo electrónico y yo aquí tan
pancha… a ver, a ver. Sin problema, era publicidad de Easy jet.
Respondidos todos mis agobios mentales y apaciguados los pensamientos
intrusos, por fin podía dirigirme al encuentro con Cristina, procurando, es
obvio, no pisar las rayas de las baldosas de la calle, y, en confianza, si por
despiste pisaba alguna, tenía que pisar otra con el otro pie, porque estaría
descompensado mi paso.
Con todo en orden y controlado llegué el Pub donde habíamos
quedado. Eran las 20:00 h. no podía ser de otra manera. Cristina aún no había
venido, pero ella siempre se retardaba un poco. “Ana, estate tranquila”, que
todo el mundo no están puntual como tú, pensé para no entrar en pánico y tener
un pequeño ataque de ansiedad.
A las 20:05h. pedí una caña y repetí el mantra “Ana, estate
tranquila”, pero ya notaba que mi mente se iba descontrolando, 20:15h., 20:20h.
y sonó el teléfono. Era mi amiga que, como siempre, excusaba su tardanza, pero
yo no podía más, los nervios se apoderaban de mí. Ni, “Ana, estate tranquila”,
ni nada, que me voy, que me voy y me fui.
Llegué a mi casa y me puse, con frenesí, a limpiar los azulejos de la cocina. Amén de
las cuatro copas de vino tinto que me tomé. Cuando dejé todo recogido y en
orden me acosté. Conecté el móvil y comprobé que tenía 6 llamadas perdidas y 5
mensajes de Whatsapp de Cristina, reprochándome el plantón que le había dado.
Ella sabía de mis obsesiones y seguro que al día siguiente todo estaría
perdonado.
No me podía dormir, el día había sido muy intenso, estaba
llegando al límite y me puse a llorar. Necesitaba que todo a mi alrededor estuviera
perfecto, ordenado, exactamente como yo quería, pero la realidad era otra y me
estaba volviendo loca.
Mis autosesiones psicológicas no
daban resultado, a lo más que llegaba, sin conseguirlo, era a repetir mantas
prefijados, o a fingir conductas estudiadas y establecidas, como aprendí con
Daniel, y así evitarme complicaciones. Pero yo no daba abasto en tener todo
controlado y el orden que me rodeaba siempre era superable. ¿Qué hacer? Para
aclarar ideas, me fui al parque cercano a dar un paseo, tropecé con una piedra
y, para mi fatalidad, me hice un esguince
de tobillo, grado II, con los
ligamentos parcialmente desgarrados y el médico recomendó reposo, al menos por
una semana.
Postrada en el sillón, con las piernas en alto, mi cabeza no
dejaba de funcionar y mi psicosis se incrementaba. Las ideas recurrentes, las dudas iban apoderándose de mi existencia. Ese cuadro torcido dos milímetros,
esa mesa un poco ladeada, las sillas que no estaban simétricas, pero mi peor
desgracia era mi madre, que se hizo la dueña y señora de mi casa y de mi vida.
Cuando Ana García, mi madre, entra en
casa el universo que me rodea cambia. Ella es un desastre en cuanto a
organización y orden. Dice en su defensa que los Selles somos muy maniáticos,
pero es que ella es el otro extremo. Pobre mía, con muy buena intención, vino
cargada de tupperware, con comida que
había elaborado con todo su cariño. Para mi gusto guisaba con mucho aceite y
sobrante de sal, pero, claro, eso ni por asomo se lo decía.
Llegó abriendo la puerta de la entrada con la llave que yo le
había facilitado para posibles emergencias, sin ni siquiera dar un toque al
timbre, aunque fuera para mostrar algo de deferencia hacia mi persona y, por
ende, mi intimidad. Ella era así. Como un rayo entró al salón y desparramó el
abrigo, el bolso y todos los tuppers encima de la mesa de cristal, con la mala
fortuna que se le vertió parte de las albóndigas con tomate y llenó de la salsa
roja y grasienta el parquet recientemente pulimentado. Creí morir, me dio un
ataque de ansiedad. En dos horas que estuvo iba arrasando por donde pasaba,
cocina, baño, dormitorio, lo dejó todo patas arriba… y yo con mi pierna en
alto. Llevaba ya 428 “Ana, estate tranquila”. Ya dije que mi vida era un
infierno...
Lo que realmente me pedía el cuerpo y la mente era
torcerme también el otro tobillo, eso de sentir el dolor en un lado y en el
otro no, me intranquilizaba en extremo. Era tan importante y necesaria la
simetría y la precisión en mi vida, que me daba hasta miedo. Me frenó el hecho de tener a mi madre otra
semana más en casa organizándolo todo.
Por fin me dieron el alta, ahora
ejercicios repetitivos que para mí,
obviamente, no suponen ningún tipo de problema. Hice una lista de asuntos
pendientes, como ir cerrando botes de arroz, de galletas, de cremas, de
champús… no podía soportar el desastre que me rodeaba. Mi llamó mi amiga
Cristina pero no lo cogí para no perder tiempo y hacer todo lo que tenía
pendiente.
Fui al supermercado para llenar el frigo y reponer
existencias. Iba imaginándome cómo colocaría yo los stands.
cómo
sería mi tarta ideal
O el emparedado perfecto y simétrico
Nada más entrar en el super me encontré a mi madre, no cabe
la menor duda de que me hice la despistada para realizar mi tarea sola y a mi
manera. Me estoy volviendo una antisociable, pensé.
Cogí un carro y ya me vinieron las primeras preguntas recurrentes: ¿Cuántas
personas habrán tocado este mismo carro de la compra? ¿Cuántos gérmenes estarán
acampando libremente por esta asa de pasta azul con el anagrama de la empresa?
Me aparté un poco, para evitar miradas
curiosas, saqué de mi bolso un par de guantes y el bote de antiséptico y, con disimulo limpié
todo aquello que yo podía tocar. Para introducir en el carrito los artículos
que quería comprar, no me dejé los guantes porque me daba vergüenza reconocer
ante todos mis múltiples manías, pero era consciente de los innumerables virus,
bacterias y similares que acampaban libremente en el super.
Desde que me levanté esta mañana se me metió el run run del número 4, así que cuando iba llenando el carrito lo
tenía claro: 4 yogures, 4 litros de leche, 4 kilos de arroz, en este último caso
creo que me estoy pasando, mucho arroz para una persona que vive sola;
organizaré una fiesta de inauguración del piso, advirtiendo a todos que no
ensucien en exceso, claro. ¡4 botes de detergente de lavadoras con sus otros
cuatro de suavizante de ropa! Esta vez sí que me he pasado, si al menos me
hubiera obsesionado con el número 2… Diré que me lo envíen a casa porque el
carrito cada vez está más lleno.
En la colocación de los productos en el carrito me esmeré.
Con rigor y orden, por colores, tamaños y formas. Me sentía orgullosa de mí
misma y, por qué no decirlo, un poco o un mucho enferma. Algún día me tendría
que plantear cambiar.
Me acerqué a la pescadería, y un poco escandalizada,
olía y reolía, 4 veces claro, unos mejillones que ni siquiera estaban en hielo.
También casi a temperatura ambiente estaba un bacalao con los anisakis vivos
moviéndose por todo su lomo, no sé cómo lo gente no lo percibe, yo, a simple
vista, conté 4, mira qué curiosidad de número…
Cuando pasé por Caja, yo quería colocar todos los productos
ordenados y simétricos, pero la chica que cobraba llevaba prisa y, sin darse
cuenta, iba deshaciendo todas las figuras geométricas que yo, inútilmente
estaba imaginando, como si de los Exin castillos se tratara. Estaba deseando
llegar a casa para colocar todo en orden. Aunque claro con 4 unidades de cada artículo, tendría que bajar cosas al
trastero. Solo de aceite me había juntado con unos pocos de litros.
Urgía reunirse con todos los amigos y celebrar mi
emancipación y mi incipiente salud. Desde que me decidí a celebrar el acontecimiento
del año hasta que cogí el teléfono para invitar al personal, pasaron dos meses.
Ya todos se reían de mí y decían “miedo me da” lo que tendrás preparado. Lo que
ellos no sabían era el dilema mental por el que yo atravesaba día y noche: cómo
organizo todo, cómo los siento, qué guiso, qué música. Cada vez sentía más
ansiedad porque no quería fallar, no podía fallar y que todo saliera mal.
Mis pensamientos de culpa eran dobles: “Me siento
culpable porque hace dos meses que avisé a todos que quería organizar mi
fiesta y, a la vez, me siento preocupada
por lo que ocurrirá ese día”.
No salía del bucle. Había hecho
miles de listas de cosas que tenía que hacer, pero siempre eran mejorables, con
lo cual las tiraba y vuelta a empezar.
Curiosa vida secreta la mía, no
tengo pinta de estar desquiciada, tampoco me adapto al modelo de maniático que
aparece en el cine o la televisión. ¿Solo soy una chica de veintitantos años un
poco maniática?
Sé que es del todo ridículo
pensar que mi fiesta no será un fracaso
estrepitoso, pero no puedo evitar pensarlo una y otra vez.
Seré práctica y empezaré guisando
comida apetitosa y que les guste a todos, como esas albóndigas tan ricas que me
enseñó mi madre pero a la que he hecho algunas variantes.
Espero que cuando se la coman respeten el dibujo
triangular, o que, en todo caso, lo transformen en un cuadrado o rectángulo.
Solo quedaba diseñar una
tarjeta invitación a la fiesta, que enviaría por correo electrónico y en la que
rogaría, por supuesto, confirmación de asistencia.
¿A quién invito? Esta pregunta me produjo un ataque de
ansiedad instantáneo. La respuesta era contundente, ardua y aplastante. Debido
a mis manías, patología o lo que sea, solo tenía relación con mi madre, mi
hermana, mi amiga Cristina y mi exnovio Daniel.
Lo peor de todo es que en vez de sentir una crisis
existencial y plantearme mis habilidades sociales, lo que verdaderamente me
aturdía es que estaba preparando avituallamiento para, al menos, diez personas.
¿Qué haría con la comida sobrante? ¿Dónde guardaría toda la bebida que no se
consumiera?
A los cinco minutos de enviar los correos, ya había
respondido Daniel, excusando su asistencia por motivos laborales. Ya solo
quedaban tres. Y sí, las tres mujeres de mi vida, aceptaron mi invitación.
Mañana a las 21:00 h. sería nuestro
encuentro.
Eran las 20:00 h. todo estaba preparado: comida, bebida,
música y decoración. Hoy ha sido un día especialmente duro por mis obsesiones
perfeccionistas. Hay momentos en
que creo que mi cabeza toma el control y yo no puedo hacer nada para pararla.
Creo que algún día no habrá vuelta atrás, me habré vuelto loca. Había llegado
el momento. Necesitaba ayuda. Quiero deshacerme de mis
obsesiones para recuperar mi vida.
Las tres llegaron con puntualidad británica y
vestidas para la ocasión. Nada más entrar en mi piso y, esta vez sin protestar,
se descalzaron para que las múltiples
bacterias incrustadas en sus zapatos no contaminaran el ambiente aséptico de mi
casa. Descalzas y con cara de inquietud y aburrimiento, se dispusieron a sentarse donde yo las tenía previamente
ubicadas.
Yo estaba feliz porque percibía que todo estaba
saliendo según lo que tenía previsto. Pero cual sería mi sorpresa cuando las
tres al unísono recitaron la misma frase: “Ana, siéntate que tenemos que
entregarte un regalo”.
Tomó la palabra mi madre que, con cara de
preocupación, dijo: “Necesitas ayuda” y hemos pensado que empieces de cero, que
te des una oportunidad, que intentes relajar el cuerpo, y la mente. Me entregaron una tarjeta en la que venía el siguiente vale:
To be continued
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