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67. Los Bermúdez Morillo

Nosotros, los Bermúdez Morillo, éramos una familia feliz, estructurada, de libro de texto. Pareja de heterosexuales, casados por el juzgado y bodorrio por la iglesia, con un hijo varón y un perro guardián del unifamiliar en una urbanización de alto standing, con piscina y gimnasio privados. Teníamos un buen nivel económico y social, mi marido maestro, yo uróloga y mi hijo buen estudiante, buen judoka, buen anglófilo, buen boy scout y buen todo… o casi todo.
    Nuestra vida estaba organizada al segundo, sin improvisaciones. Llevábamos en el monovolumen a nuestro hijo, Álvaro, al colegio bilingüe y concertado más prestigioso de la ciudad y a sus variadas actividades extraescolares, incluidos los cumpleaños de compañeros y el conservatorio de música, porque todos en casa somos melómanos y tocamos algún instrumento musical.
    Nos gustaba mucho viajar. Hacíamos juntos un viaje al año al extranjero y otro nacional. Sin ir más lejos hace un mes volvimos de Marruecos, viaje sugerido por nuestro hijo, para aprender de la idiosincrasia de la gente, para saborear la gastronomía y emocionarnos con los museos, música y paisajes.
    Todos gozábamos de buena salud, excepto mis ataques epilépticos, se trataba de una epilepsia hereditaria. Yo no me preocupaba demasiado porque tenía un tratamiento de mantenimiento y las crisis me daban con relativa poca frecuencia.
    Los sábados, casi siempre los tres juntos, nos íbamos al cine y después a cenar. Reíamos, cotilleábamos de nuestras vidas y vuelta a empezar el lunes con nuestros trabajos y nuestras rutinas. Todo era perfecto o casi.
Apenas notamos la etapa de adolescencia de nuestro hijo. Alguna que otra vez el tutor nos citó para decirnos que mostraba poco interés, pero que no era problemático, así que no le dimos importancia y seguía siendo todo un orgullo para nosotros.
Aunque, ahora que lo pienso, un poco maniático o rarillo, sí que era, para qué nos vamos a engañar. Por ejemplo, le gustaba fumar tabaco que olía como a pipa y en su cuarto abría de par en par la ventana, decía que para disfrutar mejor del paisaje. Nunca me percaté de que su dormitorio daba a un patio interior.
    Los ojos los tenía, a veces, muy colorados, decía él que por la alergia a los ácaros y al polvo; nosotros para compensar aspirábamos casi a diario las cortinas y el colchón.
    Cada día se iba volviendo más goloso, ¡vaya afición había cogido al chocolate, cuanto más dulce mejor…!Y su sed era irrefrenable, en su mesilla de noche tenía una botella de agua de dos litros, que se le acababa en un plis plas.Las pagas semanales que, religiosamente, le entregábamos los viernes, se esfumaban sin explicación aparente porque apenas si salía de casa.Por no hablar de la media sonrisa que, a veces,  le acompañaba; decía su padre que era por aquello de las hormonas.
    Una noche, antes de ir a acostarme, abrí la puerta de su cuarto pensando que se había dormido sin arroparse y… ¡sorpresa! Miguel se estaba fumando un porro a lo Bob Marley. Lo de paz, amor y canutos, se quedaba corto. Yo no comprendía lo que estaba pasando. ¡No puede ser! Si mi hijo es ejemplar,… Me enrabié de tal manera que empecé a gritarle y le obligué a que me entregara la droga, él se resistió, yo me armé de valor y registré su armario hasta dar con ella. En ese instante, comprendí el interés repentino por la cultura del norte de África. Lo que Álvaro quería era bajar al moro, y nosotros le servimos de tapadera.Llevaba por la ira me metí en el bolso las numerosas tabletas de hachís, medio enloquecida, di un portazo y salí a la calle para que me diera un poco de aire reparador y pensar más claramente la estrategia a seguir.Cuando iba por la calle noté que la actividad eléctrica de mis neuronas empezó a aumentar en progresión geométrica y que mi cuerpo se convulsionaba de forma repetitiva, vamos, que me estaba dando un ataque epiléptico en toda regla.A la vez llegaron el SAMUR y la policía. Al cogerme para que entrara en la ambulancia se cayeron de mi bolso las dichosas tabletas  y la cara de estupor del grupo de los profesionales implicados se hizo patente.
Los dos locales se miraron y comentaron entre sí:
    —Pues fíjate que no tiene pinta de grifota esta señora.
    —Estas son las peores -dijo el otro policía-.
    —¿Irá emporrada?
    —Lleva un arsenal de cannibis, yo creo que esta mujer se dedica a vender. Ya lo dirá el juez.
Yo fingía que había perdido el conocimiento, para darme tiempo y pensar. Con la verdad acusaría a Álvaro y le arruinaría la vida, con el encubrimiento, me arruinaría la vida yo.
Creo que soy la única reclusa de esta cárcel especialista en patologías masculinas y que toca el violín desde pequeña. Puntualmente, los domingos, recibo la visita de mi marido y de mi hijo Álvaro, aunque algunas veces, el condenado, viene con la sonrisa puesta.

04/03/2019

Comentarios

  1. Guión interesante. Atrapa. Resuelves con humor e ironía.

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