Nosotros, los Bermúdez Morillo, éramos una familia
feliz, estructurada, de libro de texto. Pareja de heterosexuales, casados por
el juzgado y bodorrio por la iglesia, con un hijo varón y un perro guardián del
unifamiliar en una urbanización de alto
standing, con piscina y gimnasio
privados. Teníamos un buen nivel económico y social, mi marido maestro, yo uróloga y mi hijo buen estudiante, buen judoka, buen anglófilo, buen boy scout y buen todo… o casi todo.
Nuestra vida estaba organizada al segundo, sin
improvisaciones. Llevábamos en el monovolumen a nuestro hijo, Álvaro, al
colegio bilingüe y concertado más prestigioso de la ciudad y a sus variadas actividades
extraescolares, incluidos los cumpleaños de compañeros y el conservatorio de
música, porque todos en casa somos melómanos y tocamos algún instrumento
musical.
Nos gustaba mucho viajar. Hacíamos juntos un viaje
al año al extranjero y otro nacional. Sin ir más lejos hace un mes volvimos de
Marruecos, viaje sugerido por nuestro hijo, para aprender de la idiosincrasia
de la gente, para saborear la gastronomía y emocionarnos con los museos, música
y paisajes.
Todos gozábamos de buena salud, excepto mis ataques
epilépticos, se trataba de una epilepsia hereditaria. Yo no me preocupaba
demasiado porque tenía un tratamiento de mantenimiento y las crisis me daban
con relativa poca frecuencia.
Los sábados, casi siempre los tres juntos, nos
íbamos al cine y después a cenar. Reíamos, cotilleábamos de nuestras vidas y
vuelta a empezar el lunes con nuestros trabajos y nuestras rutinas. Todo era
perfecto o casi.
Apenas notamos la etapa de adolescencia de nuestro
hijo. Alguna que otra vez el tutor nos citó para decirnos que mostraba poco
interés, pero que no era problemático, así que no le dimos importancia y seguía
siendo todo un orgullo para nosotros.
Aunque, ahora que lo pienso, un poco maniático o
rarillo, sí que era, para qué nos vamos a engañar. Por ejemplo, le gustaba
fumar tabaco que olía como a pipa y en su cuarto abría de par en par la
ventana, decía que para disfrutar mejor del paisaje. Nunca me percaté de que su
dormitorio daba a un patio interior.
Los ojos los tenía, a veces, muy colorados, decía
él que por la alergia a los ácaros y al polvo; nosotros para compensar
aspirábamos casi a diario las cortinas y el colchón.
Cada día se iba volviendo más goloso, ¡vaya afición
había cogido al chocolate, cuanto más dulce mejor…!Y su sed era irrefrenable, en su mesilla de noche
tenía una botella de agua de dos litros, que se le acababa en un plis plas.Las pagas semanales que, religiosamente, le
entregábamos los viernes, se esfumaban sin explicación aparente porque apenas
si salía de casa.Por no hablar de la media sonrisa que, a
veces, le acompañaba; decía su padre que
era por aquello de las hormonas.
Una noche, antes de ir a acostarme, abrí la puerta
de su cuarto pensando que se había dormido sin arroparse y… ¡sorpresa! Miguel
se estaba fumando un porro a lo Bob Marley. Lo de paz, amor y canutos, se
quedaba corto. Yo no comprendía lo que estaba pasando. ¡No puede
ser! Si mi hijo es ejemplar,… Me enrabié de tal manera que empecé a gritarle y
le obligué a que me entregara la droga, él se resistió, yo me armé de valor y
registré su armario hasta dar con ella. En ese instante, comprendí el interés
repentino por la cultura del norte de África. Lo que Álvaro quería era bajar al moro, y nosotros le servimos de
tapadera.Llevaba por la ira me metí en el bolso las numerosas
tabletas de hachís, medio enloquecida, di un portazo y salí a la calle para que
me diera un poco de aire reparador y pensar más claramente la estrategia a
seguir.Cuando iba por la calle noté que la actividad
eléctrica de mis neuronas empezó a aumentar en progresión geométrica y que mi
cuerpo se convulsionaba de forma repetitiva, vamos, que me estaba dando un ataque epiléptico en toda regla.A la vez llegaron el SAMUR y la policía. Al cogerme
para que entrara en la ambulancia se cayeron de mi bolso las dichosas
tabletas y la cara de estupor del grupo
de los profesionales implicados se hizo patente.
—Pues fíjate que no tiene pinta de grifota esta
señora.
—Estas son
las peores -dijo el otro policía-.
—¿Irá
emporrada?
—Lleva un
arsenal de cannibis, yo creo que esta mujer se dedica a vender. Ya lo dirá el
juez.
Yo fingía que había perdido el conocimiento, para
darme tiempo y pensar. Con la verdad acusaría a Álvaro y le arruinaría la vida,
con el encubrimiento, me arruinaría la vida yo.
Creo que soy la única reclusa de esta cárcel especialista en patologías masculinas y
que toca el violín desde pequeña. Puntualmente, los domingos, recibo la visita de
mi marido y de mi hijo Álvaro, aunque algunas veces, el condenado, viene con la
sonrisa puesta.
04/03/2019
Guión interesante. Atrapa. Resuelves con humor e ironía.
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