Después de tres partos y quince carnavales, le dije a mi marido: “Ya es hora de que nos quitemos el disfraz, de que nos despeinemos, de que todo salte por los aires. Quiero separarme”. Para mi sorpresa, él aceptó de buen grado. Dado su alto compromiso con la Iglesia Católica, puso un único requisito: la nulidad por el Tribunal de la Rota. Nuestra boda, hace ya tres décadas, fue de alto copete, con misa organizada y concelebrada por el reverendísimo señor obispo y dos de sus presbíteros. La relación de nuestras familias con la jerarquía eclesiástica era excelente, incluso llegamos a compartir tarta y café algunas tardes dominicales. Por eso cuando nos presentamos mi marido y yo en el arzobispado, para pedir la nulidad de nuestro matrimonio, me sorprendió la cara de casi felicidad del obispo, que en lugar de intentar convencernos de que nos diéramos una segunda oportunidad, se limitó a aconsejarnos que un motivo infalible que podríamos aportar era la no consumación. Me pa