Durante todo el confinamiento he vivido sola. Me he encontrado conmigo misma a medio camino entre mi cuerpo, el salón, mi mente y la cocina. Tenía subidas y bajadas de ánimo: me atiborraba de chocolate, me conectaba, me crispaba, me conectaba, me emborrachaba, me conectaba, me polarizaba… todo me. La angustia y ansiedad se apoderaron de toda mi existencia. Después del largo día me iba a la cama tropezando con los muebles y con las sílabas. Había dejado de ser el pim, pam, pum real de todo el mundo y solo los veía por videoconferencia con una gran sonrisa, los labios pintados de un rojo carmesí y vestida de cintura para arriba como los locutores del telediario. Como si nada ocurriera. Intentando simular la normalidad. Al principio todo eran risas. La pantalla se había convertido en casi la única ventana al mundo. Frente a las calles desiertas, frente al terror del aislamiento y frente al yo, me, mi, conmigo , tenía que buscar, desesperadamente, a los demás en la pantalla.