Divorciarse a los setenta es una experiencia impactante y transformadora. Al principio, te sientes liberada, pero pasado un tiempo de esta catarsis existencial, el cuerpo te va pidiendo una nueva relación. Hice un somero estudio del mercado del ligue local y se me puso la cara de emoticón asombrado. Una compañera se apiadó de mi deplorable estado anímico-sexual y organizó una cena en la que, junto con otros conocidos, invitó a un amigo de una amiga, que era de mi edad y estaba recién separado. Creo que al amigo de la amiga de mi amiga le gusté, porque durante toda la velada me miraba con una mezcla de timidez y disimulo. Yo le correspondía, aunque carezco de la desenvoltura que da la coquetería. A las dos de la mañana, el grupo decidió disolverse. Era el momento cumbre. ¿Quién daría el paso? Lo lógico, pensaba yo, era que él propusiera acompañarme. Yo esperaba ansiosa. Y sí, lo hizo. Ahora venía el otro paso. Había que lanzarse y sacar la eterna pregunta: “A tu casa o a la ...