Pensando en mi extraña dieta de adelgazamiento andaba liada mi mente, cuando, de pronto, se tropezó conmigo el librero de la esquina. Creo que en nuestro fugaz encuentro me acercó a la nariz un paño impregnado en algo parecido a cloroformo porque me quedé dormida y cuando abrí los ojos, me encontraba en su casa. Con cara burlona, reconoció el buen hombre que se trataba de un secuestro narrativo en toda regla. Y, ¿qué pides como recompensa?, me atreví a preguntar. Él, sin dudarlo, me dijo que un relato. Yo, en tono bastante seco, le comenté que esto de la escritura es un poco lío y que prefería pasar a la historia como Sócrates que solo hablaba y hablaba y que eran sus discípulos los que se encargaban de las tildes, reglas y demás enredos gramaticales. El librero, en tono socarrón, argumentó que yo no tenía clá o grupo de personas que me aplaudieran y que después de exponer mis ideas dijeran: fenomenal, qué hondura, que cadencia, qué sentimiento… con lo cual, si quería retornar a mi c