Cuando llegó la policía, mi marido ya estaba muerto. Llevaba dos días sin protestar, sin fumar y sin moverse. Algunas veces había pensado en cargármelo porque nuestra relación era insostenible, le tenía una manía desganada, una manía sin burbujas. Hace un par de días llegó bastante tarde, de madrugada. A continuación se quedó dormido. En ese momento lo tuve claro. Le hice arroz con leche, que era su postre preferido y lo mezclé con cuatro cajas de calmantes que tenía en casa. No quería que sufriera. Quería que tuviera una muerte dulce. Era el padre de mis hijos y le debía un respeto, o lo que sea. A la mañana siguiente, Antonio, madrugó bastante, le encontraba inquieto. Su actitud era extraña. Yo, con una voz melosa y despistada, le dije que había preparado una sorpresa para desayunar. Él, fingiendo normalidad, se zampó el cuenco de arroz con leche. Ya solo cabía esperar. Al rato se quedó dormido y hasta hoy. Antes de llamar a emergencias preparé como coartada que lo había encont