Soy urbanita y me encanta pasear por mi ciudad, pero tengo una peculiaridad: siempre voy mirando hacia arriba; me obsesionan los bloques de pisos y sus fachadas. Voy fijándome machaconamente en los letreros de “se vende” o “se alquila” y haciendo números en mi cabeza. De noche, con las luces encendidas, percibo mucho mejor lo que ocurre dentro de las viviendas; puedo imaginar las vidas ajenas, sus historias, sus presupuestos, sus gustos y hasta lo que tienen para cenar. En fin, el caso es que en estas y otras consideraciones andaba yo enfrascada, dando mi caminata diaria, cuando pasó lo que tenía que pasar. Sentí como mi pie izquierdo pisaba algo de la consistencia del merengue y se hundía en aquella cosa sin que mi cerebro tuviese tiempo de dictarle a mi pie una orden de retirada. Entreabrí un ojo y me obligué a mirar para abajo. Allí estaba mi pie, metidito en una caca de perro bien alimentado. Alguien pasó por mi lado y en mi estado de sh